Ni el Príncipe Guillermo de Inglaterra puede contenerse al ver cómo la historia se construye delante de sus ojos. Sentado en el palco de autoridades, el Duque de Cambridge celebra que Andy Murray acaba de ganar Wimbledon por segunda vez en su carrera (6-4, 7-6 y 7-6 a Milos Raonic), llevando a Reino Unido a vivir otro día inolvidable. A los 29 años, Murray recoge sus lágrimas de una toalla porque su tercer grande tiene premio doble: es el primer local que gana más de una vez Wimbledon desde Fred Perry (1934, 1935 y 1936).
En la víspera, el canadiense mira cómo dos de sus tres entrenadores (John McEnroe y Carlos Moyà) inician un viaje al pasado para revivir con palabras los partidos más importantes a los que se enfrentaron en sus carreras, explicándole cómo afrontaron los momentos clave y protegiéndole del peligroso conformismo de la primera vez. Esas experiencias, puro oro para un novato, no tienen ningún peso en el encuentro. Murray casi no le da la oportunidad de pensar.
Raonic juega su primera final de Grand Slam en un infierno al aire libre. Hambrienta y pasional, la grada de Wimbledon aprieta, ruge y explota tras cada punto de Murray, llevándole en volandas durante toda la tarde, aunque posiblemente no le hace falta. El gentío, que se pone de pie para aplaudir los mejores golpes de su jugador, aparca de nuevo (como en 2013) la tradicional imparcialidad que ha distinguido al patio de butacas de la pista más prestigiosa del mundo. Hoy no importa, da igual, es un día de fiesta en Gran Bretaña y eso lo descubre pronto el canadiense: es más fácil encontrar agua en la luna que a una persona que desee su victoria en Londres.
Tras pasar por todo eso anteriormente, el favorito negocia la presión con holgura. Murray juega sin fantasmas ni demonios a su lado y eso le permite armar un partido impecable en el que Raonic se pierde irremediablemente. El canadiense tiene que atacar el título sin contar con su descomunal saque porque su contrario le pone en juego el 74% de los restos. La cifra es la peor noticia para el número siete: despojado de su mejor arma (solo conecta ocho servicios directos, por los 137 de los seis anteriores partidos), Raonic está muerto y obligado a pelotear con el británico una y otra vez. Ahí, claro, siempre tiene las de perder, aunque huya del fondo de la pista para colgarse de la red.
El sólido juego de Murray (12 errores no forzados por 39 ganadores, los mismos que Raonic) desquicia al aspirante, que no ve hueco para ganarle los puntos a su rival, ni siquiera en la media pista (46 de 74 en la cinta). Aún sobre hierba, las defensas del campeón de dos grandes son probablemente las mejores del circuito. Raonic está incómodo y fuera de lugar, como un elefante al que han soltado en la nieve para hacerle una peculiar fotografía y poder optar al premio en algún concurso. El número dos empuja al gigantón de lado a lado, le fuerza a agacharse constantemente (¡qué bien usa el revés cortado Murray!) y termina consiguiendo que falle, estampando la pelota contra la red o enviándola bien lejos de las líneas. Peleando por aislarse de todo eso, la cabeza de Raonic dice basta cuando el británico le resta un saque a más de 236 kilómetros por hora. Suficiente, hasta aquí hemos llegado.
“Andy! Andy!”, canta la gente a coro mientras el número dos hace suyo el tie-break de la segunda manga y acelera con paso firme hacia la victoria, que le pertenece sin discusión alguna, aunque todavía deba imponerse en otra muerte súbita. Entonces, lo nunca visto: Murray está disfrutando del momento. Él, que se pasa los partidos vomitando demonios, apenas se queja, casi no aprieta el puño, tan de cara tiene el partido, tan controlado a su oponente. Esa rabia solo aparece con las dos bolas de rotura que encara en la final (con 2-2 y 15-40 en la tercera manga) y se marcha con la llegada de la copa, dejando paso a mil emociones unidas por una victoria mayúscula.
Finalmente, tres años después de ganar por primera vez, vuelve a suceder. Tras cortar una dolorosa sequía de 77 años, Murray encuentra el premio a su excepcional temporada (finales en el Abierto de Australia y Roland Garros) en el lugar más especial de todos: la desgastada hierba del torneo de sus sueños, desde hoy un lazo irrompible con su carrera y también con la historia. Por siempre jamás, Murray y Wimbledon.