“¡Una Coca-Cola! ¡Quiero una Coca-Cola!”. Durante el cuarto set de la semifinal del Abierto de los Estados Unidos, Gael Monfils llamó al fisioterapeuta para valorar sus problemas en la rodilla izquierda, habló con él 10 segundos sin recibir ningún tratamiento y a continuación le pidió a un recogepelotas un refresco con cafeína. Fue el momento más surrealista de un partido desconcertante, merecedor de un exhaustivo informe firmado por un buen psiquiatra, que posiblemente sería incapaz de sacar alguna conclusión clara.
Así, tras gobernar un cruce extrañísimo de principio a fin, Novak Djokovic jugará el domingo su final número 21 de un grande, casi sin haber encontrado resistencia alguna en las seis victorias que ha necesitado para luchar por el trofeo. Antes de la llegada de la noche, el número uno batió 6-3, 6-2, 3-6 y 6-2 a un enigmático Monfils en semifinales y se citó con Stan Wawrinka (4-6, 7-5, 6-4 y 6-2 a Kei Nishikori).
Para el serbio, que viajó a Nueva York pendiente de los problemas en la muñeca izquierda que aparecieron en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro (perdió a la primera contra el argentino Del Potro) y también dolorido en los dos hombros (fue tratado en ambos durante el encuentro), el torneo ha sido como un agradable paseo en una tarde de primavera. Eso también es histórico: nunca antes un jugador llegó a la final de un grande haciendo tan poco.
Jiri Vesely se retiró antes de saltar en la pista en la segunda ronda, Mikhail Youzhny abandonó en tercera después de haber jugado un set y Jo-Wilfried Tsonga hizo lo mismo en cuartos, cuando habían jugado dos. En semifinales, donde Monfils parecía una amenaza importante (jugando a un nivel impresionante, sin haber cedido un set), ocurrió algo similar, pese a una tímida reacción en el tercer set. En consecuencia, Nole ha necesitado solo 8h58m para llegar a la final (por las 17h54m de Wawrinka), fresco como una rosa, sin que nadie haya intentando testar el estado real de sus heridas.
“¿PARTIDO EXTRAÑO?”
“¿Qué hace Monfils?”. Antes de que el público tomase la decisión de abuchear al francés, la pregunta recorrió la grada cuando no habían pasado ni 15 minutos desde el inicio del encuentro. El número 12 apareció en la pista y compitió sin sangre. Su puesto podría haberlo ocupado un monigote que nadie habría notado la diferencia. Monfils jugó parado y desganado, dejó la mayoría de sus tiros a media pista y cedió dos veces el saque tras cometer dos dobles faltas en cada uno de esos juegos. Atado a unas esposas invisibles, el francés fue un tenista desdibujado, desconcertado y también descoordinado, poniendo en práctica un tenis reservado que nunca antes había enseñado.
“¿Partido extraño? ¿Por qué?”, se preguntó en voz alta Monfils tras la derrota. “Novak estaba jugando muy bien. Yo no estaba sacando bien. De repente me he visto con el 5-0 y he decidido cambiar un poco las cosas. Quise tratar de meterme en su mente, crear algo diferente. Para mí fue necesario hacerlo”, prosiguió. “Lo he intentado todo, pero él ha sido mejor”, zanjó el francés.
“Ha sido un partido extraño”, reconoció Djokovic. “He tenido diferentes fases en el partido”, confesó el serbio. “Ha habido momentos en los que he estado cabreado, fases en las que me ha parecido entretenido lo que hacía Monfils y fases en las que me enfadé conmigo mismo por permitirle que alterase mi ritmo y mi juego”, siguió. “A veces te molesta y otras te despierta una sonrisa, siempre depende de cómo reacciones a lo que hace”.
En algo más de una hora, Nole estaba a un set de la final y Monfils se movía cojeando, haciendo los mismos gestos que alguien al pisar cristales sin llevar zapatos. Djokovic recibió esa situación con asombro. El serbio, que como todos esperaba un cruce duro desde el arranque, se encontró con el pase a la final regalado. Tan cerca lo vio, tan fácil imaginó el último tramo, que se enredó incomprensiblemente y acabó gritando como un demonio, jugando el último punto del tercer set con la camiseta desgarrada por el pecho y quejándose de todo, incluida la iluminación de la pista.
De ese barullo emergió Monfils, que volvió al partido al ganar la tercera manga, rescatado por su faceta más ofensiva. El cambio de actitud del francés destapó un encuentro nuevo, más competido dentro del bajo nivel que los dos demostraron (siete dobles faltas Djokovic, 11 el francés). Lógicamente, y como volvió a enredarse buscando el empate en el marcador, no fue suficiente para el número 12, que acabó perdiendo un partido más raro que una hormiga verde.
A Djokovic, olfateando su grande número 13 casi sin esfuerzo, le queda ahora mucho trabajo por hacer: para ganar la final va tener que subir varias marchas. Esta versión es casi imposible que sea suficiente para frenar a uno de los rivales que históricamente más problemas le ha causado en los grandes escenarios.
WAWRINKA, COMO UN TIRO EN FINALES
La estadística no necesita análisis ninguno: Wawrinka jugará el próximo domingo el partido decisivo del Abierto de los Estados Unidos tras haber ganado las últimas 10 finales que ha disputado y con la tranquilidad de no conocer la derrota en una final de Grand Slam (triunfos en el Abierto de Australia de 2014 y Roland Garros 2015), donde en ambas ocasiones se llevó por delante a Djokovic (cuartos en Melbourne, final en París) en su camino hacia la copa.
“Es una locura estar en la final”, acertó a decir el suizo, que pese a todo pierde claramente el cara a cara (4-19) contra Nole. “Creo que todos sabemos que tengo muchos altos y bajos en partidos y a veces tengo que luchar contra mí mismo”, prosiguió, fotografiando exactamente lo sucedido ante Nishikori, ante el que logró reponerse de un mal arranque. “Tengo muchas ganas de disputar la final. He visto muchas finales de aquí, con Federer, Nadal, también Djokovic. Hemos tenido grandes partidos con Novak y estoy seguro que la final será uno de nuestros partidos especiales. Ya lo fue en Roland Garros hace un año”, avisó. “Siempre estoy preparado si estoy feliz. Y lo estoy”.
Parece increíble, pero es bien posible: Wawrinka, que siempre ha jugado una final grande desde 2014, está a una sola victoria de sumar su tercer Grand Slam (los mismos que Andy Murray, por ejemplo) y quedarse a uno (Wimbledon) de ganar los cuatro, un privilegio reservado para las leyendas. A los 31 años, y sin que nadie se haya fijado demasiado en ello, eso es una auténtica barbaridad.