Hay títulos que se ganan sin brillantez, aunque con el paso de los años nadie se acuerde de eso al echarle un ojo al currículo. El sábado por la noche, Andy Murray se proclamó campeón del torneo de Dubái al tumbar a Fernando Verdasco (6-3 y 6-2) en un cruce feo y enredado, que hizo suyo con oficio y sin mucho más.
El británico, que había salvado siete puntos de partido ante el alemán Kohlschreiber en los cuartos de final en una lección de supervivencia, levantó su primer trofeo del año en un duelo ramplón ante el español y fortaleció su liderazgo como número uno del mundo antes de la gira estadounidense de pista rápida (Indian Wells y Miami), que pondrá en juego un suculento botín de puntos (2000) para determinar cómo llegan los favoritos a la temporada de tierra batida.
“Ayer no sentí nervios, pero hoy sí, quizás porque era una final y hay más presión”, explicó el británico después del triunfo. “He comenzado un poco mal, pero luego he jugado mejor a medida que el partido avanzaba. He sido sólido y no he tenido miedo a atacarle sobre su derecha, que es una de las mejores del circuito”, añadió. “Ha sido una buenísima noticia ganar mi primer torneo aquí”, se despidió Murray, que se montó en un avión tras la final para viajar hasta California, donde empezará a preparar su debut en Indian Wells.
“Obviamente, fue una final muy difícil de ganar, pero lo he intentado todo”, le siguió Verdasco. “Él nunca te pone las cosas fáciles, por eso es el número uno del mundo. Al mismo tiempo, no me he sentido tan cómodo como otros días, no he podido golpear la pelota tan limpia”, prosiguió el español. “En cualquier caso, estar en la final de un 500 después de cinco años significa que ha sido una gran semana para mí, y tengo que ver las cosas positivas”, celebró el madrileño, que el lunes volverá a estar entre los 30 primeros de la clasificación. “Estoy feliz de haberlo intentado, incluso si no he tenido mi mejor día”.
El partido nació fuera de control porque los tres primeros juegos de la final fueron para el jugador que estaba al resto, cuando lo normal habría sido lo contrario. Fue un Murray desatinado (primer break concedido con dos dobles faltas y el segundo tras varios fallos impropios de un jugador de su fiabilidad) y un Verdasco incapaz de gestionar todas las concesiones iniciales de su contrario (perdió dos veces su saque en blanco) hasta que el número uno espabiló y la final se terminó en un suspiro, muy lejos de la pelea que los aficionados esperaban.
Perdiendo 1-3, y viendo que el timón del encuentro seguía sin dueño, el campeón de tres grandes dio un paso al frente. A Murray le valió con enrudecer los intercambios para conseguir que Verdasco se saliese del carril (le propinó un 5-0 de parcial), llevándole a la desesperación y forzándole a buscar golpes ganadores sin criterio, que la mayoría de las veces terminaron marchándose tres metros fuera de la línea. Así, por supuesto, fue imposible.
“¡Es una cosa de locos! ¡De locos!”, se gritó el español abierto de brazos, mientras se golpeaba la rodilla con la palma de la mano. Desde el 3-3 de la primera manga, cuando Murray normalizó su errático arranque y empezó a jugar con un punto mayor de solidez, Verdasco se entregó a sus demonios y por ahí se le fueron muchas de las opciones de intentar la remontada, que no habría sido descabellada viendo cómo de loco estaba el partido.
Sobre la pista, las quejas del número 35 le quitaron una preciosa energía y el convencimiento en la victoria, enfadaron al público (“¡Relax!”, llegó a pedir el juez de silla en mitad del segundo set, con la grada gritando alborotada) y lanzaron al número uno hacia el título, que consiguió lo que ningún británico logró antes: coronarse en el histórico torneo de Dubái y comenzar a rectificar su patinazo del Abierto de Australia, cuando se despidió en octavos de final siendo el máximo candidato a la copa.