Cuando uno piensa en un Grand Slam, le vienen a la cabeza imágenes de los grandes campeones, brazos en alto, celebrando el título. Las ciudades icónicas que llevan acogiéndolos durante años. El Yarra River en Melbourne, la Torre Eiffel en París, las fresas con nata en Wimbledon, Times Square en Nueva York.
El electrizante ambiente que se respira en las sesiones nocturnas de las pistas centrales. La tensión que se percibe en todos los jugadores ante una cita importante. Y, aunque algunos jugadores conviertan las victorias en algo rutinario y aparentemente fácil, creo que la mayoría coincide con las palabras de Alize Cornet cuando, tras su derrota en cuartos de final ante Danielle Collins, manifestó su admiración hacia las campeonas de Grand Slam: ganar siete partidos consecutivos en un torneo de estas características es más difícil de lo que parece.
Se viven, durante las tres semanas que dura la competición, muchos pequeños torneos en miniatura. El torneo comienza con los jugadores del cuadro de clasificación; jóvenes tenistas queriendo instalarse en la élite de probablemente el deporte más difícil del mundo. Otros que tras una lesión tratan de recuperar su mejor nivel. Viejas glorias que no pasan por su mejor momento deportivo, pero se resignan a colgar la raqueta esperando esa última oportunidad.
La fase previa es una guerra a tumba abierta, hay que ganar tres partidos consecutivos para superarla. Hacerlo aporta a los jugadores una inyección de confianza y un cheque económico que es un balón de oxígeno en un deporte tan sumamente caro para el deportista.
Una vez finaliza la fase previa, comienza el cuadro principal. En estos torneos, los cabezas de serie no tienen bye, no salen adelantados, por lo que siempre hay partidos muy interesantes en esas primeras rondas. Como decíamos, siete partidos por delante para el campeón. Todo un mundo.
Pero no es el cuadro final lo que más ha despertado mi interés en estas semanas en Melbourne. No me malinterpreten, respeto y admiro a cada uno de los jugadores y jugadoras, pero hay otros Abiertos de Australia, hay otros Grand Slam lejos de los ojos del gran público.
Durante estas semanas, y creo que es la primera vez en mis 13 años viajando a torneos que lo veo tan de cerca, me han causado el mayor de los respetos los competidores del cuadro de tenis en silla de ruedas, y me han enternecido los jugadores que han acudido a participar en el torneo júnior.
Desconozco si es por el carácter de la gente, por las buenas vibraciones que transmite la ciudad de Melbourne, o si es porque es el inicio del año y los jugadores están más frescos, pero el jugador siempre se siente tratado de forma especial en el Abierto de Australia. Es un torneo excepcional, con todas las letras. Y esto se puede palpar, entre otras cosas, con la simultaneidad entre el torneo en silla de ruedas y el resto de los cuadros principales.
Un ejercicio de dar visibilidad a una minoría, impulsado desde hace años por su estrella en esta disciplina, Dylan Alcott, pero no por ello menos reseñable. He aplaudido como el torneo programa partidos a priori más interesantes para el gran público en pistas pequeñas, colocando en estadios a jugadores en silla.
Por no hablar de la perspectiva que estos deportistas te aportan sobre tantas cosas; cosas a priori mundanas que damos por hecho, pero que en absoluto están garantizadas. Volver cabizbajo después de una derrota y ver todas las sillas de los jugadores en el pasillo, creo que le da una importancia mucho más relativa a esa derrota.
Y qué decir de los júnior. Niños y niñas, la mayoría de los cuales no llegarán a ser profesionales, compartiendo espacios con sus ídolos. Melbourne Park es un complejo enorme, con 17 pistas de juego, y un edificio adyacente, el National Tennis Center (NTC), con varias pistas de entrenamiento descubiertas y otras tantas cubiertas. El paraíso de cualquier enamorado del tenis, donde entrena la federación australiana a lo largo de todo el año, cuenta también con vestuarios, comedor, sala de juegos, salas de fisioterapia y un gimnasio absolutamente impresionante.
El NTC es donde los júniors entrenan y viven el día a día del torneo, pero los días en los que hay muchos partidos de competición, y no se puede entrenar en las pistas oficiales, es fácil ver en el NTC a los Nadal, Murray, Auger-Aliassime, Barty, Azarenka… compartiendo el gimnasio con unos júnior que, a la vez que intentan no parecer impresionados, realmente no pueden quitarles los ojos de encima.
Me ha encantado observar cómo los niños se esfuerzan, trabajan por sus sueños y aprenden a convivir con los miedos y frustraciones que este loco deporte genera. Y me ha robado el corazón ver que son niños al fin y al cabo, y en sus ratos libres tienen que hacer los deberes del colegio, porque su carrera tenística no está garantizada, y por ahora es solo un sueño.
Vuelvo a casa después de un mes en Australia, habiendo disfrutado mucho de mi trabajo y habiendo sido capaz de abrir los ojos ante realidades tan distintas a la mía, que sólo puedo dar infinitas gracias a la vida por poder vivir la fisioterapia desde esta perspectiva, y a mi jefa, Sara Sorribes, que ha querido que le acompañe en este viaje.
*** Blanca Bernal es fisioterapeuta, trabajó varios años para la WTA y en la actualidad lo hace en el World Padel Tour y en su clínica Mobility.