El Cultural

Un artesano industrial

Buñuel en México

13 febrero, 2000 01:00

Buñuel 100 años

Cuando Luis Buñuel -incapaz según él de vivir en un país que no perteneciera a la civilización occidental, europea y cristiana (pues decía: "Qué tengo yo que hacer en Estambul a las tres de la tarde")-, llegó en 1946 a México -es decir a la América Latina de la cual había dicho a sus amigos: "Si desaparezo, buscadme en cualquier parte, menos allí"-, se encontró no sólo en un país del que quizá nunca antes se había interesado, sino además en la situación de reaprender una carrera profesional de cineasta, un oficio que le permitiera primero ganarse la vida en la industria del cine para, si había suerte, después intentar nuevamente hacer obra personal. Pero en este no previsto país fincaría un estable hogar con su familia, llevaría una vida tranquila de burgués prescindiendo de excentricidades surrealistas, frecuentaría viejos amigos españoles y nuevos amigos mexicanos, adquiriría la ciudadanía mexicana, se adaptaría a tal punto al mecanismo del cine industrial mexicano que, convirtiéndose en un técnico rápido, sería capaz de hacer un filme en menos de tres semanas, y aunque solía declarar que hacer cine le interesaba menos que gozar la amistad, la charla, los alimentos terrestres, el vino, la ensoñación holgazana o meramente, decía, mirar desde un sofá el vuelo de una mosca o las puntas de sus zapatos, aquí realizaría la mayor parte de su filmografía, o sea: veinte de sus treinta y dos películas, algunas de las cuales (Los olvidados, Subida al cielo, Robinson Crusoe, Ensayo de un crimen, Nazarín, El ángel exterminador, Simón del Desierto) están consideradas entre sus obras mejores, y finalmente, moriría a casi 83 años de su edad en el imprevisible México, donde residió 37 años, poco menos de la mitad de su vida.

Esos años de estadía y esos veinte filmes mexicanos, frente a doce de otras "nacionalidades", quizá autoricen a preguntarnos si existe un "cine mexicano" de Buñuel como existirían un cine español o francés o surrealista o realista o trágico o humorístico de Buñuel. Contra lo que han escrito algunos críticos y ensayistas, que quieren ver en esa filmografía una absoluta unidad, una cabal continuidad de visión del mundo, desde Un perro andaluz a Ese oscuro objeto del deseo, yo creo que los distintos cines de Buñuel existen, no porque él fuese un mero artesano camaleónico que filmara cualquier cosa que le ofrecieran, cómodamente renunciando a la unicidad de una mirada de autor, sino porque, necesitando él más que muchos cineastas enraizar su gana creadora en "la realidad de aquí abajo", en una tierra y una condición humana particulares y concretas, ocurre que el particular aquí y ahora de cada buñueliana etapa "geográfica" requiere mucho más que adquirir tan sólo un color local. Por sólo confrontar dos ejemplos, si el tema de la contradicción entre realidad y deseo está presente, con cuarenta y siete años de distancia, tanto en La Edad de Oro como en Ese oscuro objeto del deseo, es evidente que el cineasta, en esos tan distantes casos, no ha tratado el tema ni con la misma forma de mirar ni con el mismo modo de relato ni los mismos estados de ánimo: de la apasionada revuelta de aquella película de 1930 a la serena ironía de la de 1977 se han desarrollado distintos motivos. Se verá cómo, mientras en la etapa mexicana predomina una densidad de las materias, una carnalidad de los personajes, en la última etapa francesa se evaporan materia y carnalidad para dejar lugar a un juego casi abstracto de tipos y situaciones. Hay, digamos, una densidad y una textura mexicanas en el cine hecho por Buñuel en México y casi no hay el jugueteo intelectual y el ajedrez de fantasmas que se da en su cine francés de los últimos años.

Buñuel habría de renacer en México como director y aun como autor de cine, pero como antes hubo de pasar por un verdadero reaprendizaje del oficio, sus comienzos en la industria fílmica del país no serían fáciles ni brillantes. Antes y después de ganar en 1951 el premio a la mejor dirección en el festival de Cannes por Los olvidados, debió ganarse la confianza de los productores en su solvencia profesional haciendo algunas películas que él mismo calificaba como encargos o meros "trabajos alimenticios" (Gran Casino, El gran calavera, La hija del engaño, Una mujer sin amor, El río y la muerte, Susana, El bruto y Abismos de pasión).

El cine de Buñuel habría entonces de producirse dentro del código industrial, genérico, moral, etcétera, del cine mexicano, bien de manera latente, desobedeciéndolo mediante anotaciones subliminales o laterales, como en Susana, drama familiar y ranchero, teóricamente enmarcado en una moral convencional, de buenas conciencias, que resulta dinamitado desde el interior por la misma acumulación y exacerbación de lugares comunes, moralejas, sermones y clichés del cine melodramático mexicano, y por las anotaciones debajo de la línea de flotación del argumento; o con una violenta reconsideración del cine socialmente ejemplar basado en los problemas de la infancia pobre, como precisamente en Los olvidados, filme de una rara, poética calidad brutal, posado con firmeza en el suelo de la miseria ordinaria pero cruzado por ráfagas de salvaje onirismo y feroz ternura; o aceptando la vestidura amable de la comedia de costumbres y del humor pintoresco para dejar aflorar buenas corrientes de irrealidad en "el mundo real", como en Subida al cielo; o bien adoptando las apariencias del dramón psicológico tan frecuentado en los años cuarenta, como en él, que bajo la envoltura de un caso clínico propone, de otro modo, los estallidos de delirio y subversión moral de La Edad de Oro; o trastocando con escenas e imágenes moralmente desarregladoras las fáciles ironías del cine de humor negro, como en Ensayo de un crimen; o bien de manera manifiesta, operando una decidida ruptura con dicho código convencional y comercial en filmes en los que se reclama e implanta una cabal condición de autor: como en Nazarín, recuento de los infortunios de la quimera cristiana y del reaprendizaje del mundo terrenal, humano y contradictorio; en El ángel exterminador, crítica de la realidad burguesa históricamente encerrada en sí misma, y en Simón del desierto, comedia sobre la inutilidad patética de la santidad pero también panfleto brioso contra el estruendo y la furia del mundo moderno.

Antes de lograr la fluencia, densidad y pasión novelescas de sus filmes españoles (Viridiana y Tristana), y la tersura, la elegancia y el jugueteo intelectuales de sus filmes franceses de la última vuelta del camino (La Vía Láctea, El fantasma de la libertad, El discreto encanto de la burguesía y Ese oscuro objeto del deseo), Buñuel habría vivido en el cine mexicano su reaprendizaje, su purgatorio profesional, su resurrección como autor y poeta. He hablado de la lírica carnalidad de sus buenos filmes mexicanos. Veo manifestarse esa carnalidad en el sueño de Pedro (de Los olvidados), representada por un atroz pedazo de carne, pero además por la presencia sensual de la madre (Stela Inda) flotando graciosamente en el espacio de la pesadilla a la manera de una madonna de Boticcelli o Fran Angelico, y en la terminal escena de agonía del Jaibo con esa calle nocturna y húmeda, ese flaco y alucinante perro que avanza hacia nosotros (aun si es en sobreimpresión, es decir el procedimiento más fantasmal del cine); en el agua, el fango, el viento que se ciñen al cuerpo (de Susana) caundo repta en la noche hacia el sano paraíso campestre que va a corromper; en el clima tropical casi palpable, la respiracón libre del viaje sin orillas (de Subida al cielo) y las curvas corporales y las sonrientes seducciones desplegadas por Lilia Prado; en el carácter directo, físico, brutal, del loco amor traducido en un combate de voluntades (de Abismos de pasión); en la sed febril, engendradora de muy concretos delirios en el hombre aislado (de Robinson Crusoe); en una peste de todo un pueblo dada en una sola imagen, la de la niña que berrea arrastrando una sábana sucia a lo largo de una calle pueblerina de paredes roídas, descascaradas, bajo un sol implacable (de Nazarín); en el ambiente de encierro, de hábitos cotidianos maniáticamente repetidos, de hambre y sudor y promiscuidad en que se asfixian sin terminar de morir los personajes (de El ángel exterminador) creándose un mutuo infierno; en el milagro físico de las manos que renacen en un doble manco como un hecho normal, nada sorprendente (de Simón del desierto)...

Retornando a las fuentes de su etapa surrealista (el ojo cortado o la mano con pululantes hormigas de Un perro andaluz; o los amantes frenéticos palpándose como ciegos, e incluso la vaca echada en el lecho, de La Edad de Oro), quizá nunca Buñuel, hombre entre los vasos comunicantes del sueño y la vigilia, logró un cine con más cuerpo que en sus trabajos mexicanos. Y es verdad: el cine mexicano de Buñuel es carnal y existe. Es una visión del mundo, pero sobre todo un cuerpo visible, casi tangible, y vivo.

José DE LA COLINA