El Cultural

Camino del Oscar

Buñuel, aventura americana

13 febrero, 2000 01:00

Buñuel 100 años

Los felices veinte. Estados Unidos ha ganado la Gran Guerra, pero en un país semiasiático ha triunfado la revolución bolchevique: en toda Europa, ambos están de moda. Hay una sensación de movilidad, de vértigo. El futuro está abierto. Por doquier explotan ismos: dadaistas, cubistas, futuristas, fascistas, comunistas... Y los surrealistas: gamberros de extraordinario talento, hijos de buena familia, que recorren los salones elegantes haciendo gamberradas en el nombre del arte o de la muerte del arte. Han estudiado en buenos colegios. Adoran el deporte, el cine y la velocidad. Viajan en aeroplano y grandes transatlánticos y aprenden idiomas. Son cosmopolitas y París, la capital del cosmopolitismo. Allí, en el 30, está Buñuel, un baturro que acaba de hacer con Dalí una película escandalosa, La edad de oro. Al vizconde de Noailles, su pagador, le han expulsado del Jockey Club por apoyar semejante atrocidad. El mismo Noailles le enseña la cinta al delegado de la Metro. No le gusta nada, pero ofrece a Buñuel ir a Hollywood: "Le pago el viaje y la estancia y usted se queda seis meses, sin más obligación que la de mirar cómo se hace una película. Después, ya veremos". Y Luisico se va a los Estados Unidos, el país más bello del mundo.

Se lo pasó bomba, seis meses de ensueño. En el barco, durante el crucero a Nueva York, conoció a Tono. Cruzan USA en tren hacia Hollywood. Allí les esperan Neville, Ugarte y López Rubio. Eran los comienzos del sonoro y, de las películas principales, se hacían versiones en distintos idiomas con distintos actores y directores: Hollywood estaba lleno de españoles que colaboraban en las versiones hispanas. Le dan un pase para los estudios y Luis elige ir a ver el rodaje de un filme de la Garbo. Enseña el pase, entra y se queda mirando a la estrella, rodeada de asistentes, largo rato. Ella capta su mirada y se la devuelve. él no aparta los ojos. Ella llama a dos gorilas y le echan del estudio. Luis no vuelve más. Se pasa los seis meses fisgando aquí y allá, en la cafetería, en los sindicatos, entre los decorados. Le gusta sentarse en el vestíbulo y que un limpiabotas le abrillante los zapatos; a su lado se van sentando Ben Turpin, Wallace Beary, Eisenstein... Y va de fiesta en fiesta. Hay una enorme colonia española en Hollywood: actores, escritores y cónyuges. Y Chaplin anda por ahí, encantado, sin entender ni papa de español. Ni Luis, de inglés. La Navidad la celebran en casa de Tono y está Chaplin. Rivelles recita una oda rimbombante a la patria y todos aplauden, posesos. A Luis le sienta fatal y, junto a Ugarte y Luis Peña, se levantan, impasibles, y destruyen el arbolito de Navidad ante la perplejidad de todos. Chaplin le invita en fin de año y nada más hacer pasar a Buñuel le indica el iluminado abeto para que acabe con él cuanto antes... Finaliza el semestre, vende el coche, el rifle y la Leica que había comprado y vuelve a París.
La segunda vez que fue a América, nueve años después, todo había cambiado. La guerra civil española estaba a punto de concluir y la segunda guerra de redivisión del mundo dispuesta a estallar. Va a Hollywood como asesor histórico de una película de ambiente español, pero nada más llegar, la Asociación de Productores prohibe las películas con tema español, ya sean favorables o contrarias a la República.

Intenta vender gags a Chaplin, sin resultado. Se le agotan los cuartos y viaja a Nueva York dispuesto a trabajar de cocinero, pero Nelson Rockefeller quiere crear un Comité de Propaganda Interamericana y una mujer le ofrece a Buñuel formar parte del comité. Su primer trabajo es remontar El triunfo de la voluntad, de Leni Riefensthal, para convencer a los norteamericanos de la utilidad del cine como arma de propaganda. Con el nuevo montaje, Chaplin, inexplicablemente, se parte de risa. Enseguida lo contrata el Museo de Arte Moderno para seleccionar películas de propaganda antinazi, y Buñuel, feliz, se instala en Nueva York, donde están, ya famosos, todos los surrealistas: Breton, Ernst, Duchamp... Y también Dalí... Ha llamado a Luis ateo en un libro reciente y eso escama a los católicos norteamericanos, que presionan para que lo echen del Museo. La noticia de que ha hecho un film escandaloso, titulado La edad de oro, aparece en la prensa y las presiones se acentúan, su protectora llora. Antes de que lo despidan, Buñuel dimite. Llama a Dalí, furioso y éste responde: "He escrito ese libro para hacerme un pedestal a mí mismo; no para hacértelo a ti". Nunca se volverán a ver. Sin empleo y con ciática, viaja de nuevo a Hollywood para ocuparse de versiones españolas. En Los ángeles vivirá dos años: el primero, trabajando; el segundo, consumiendo los ahorros del primero. En esa época le roban la idea de la mano viva en La bestia de cinco dedos, de Robert Florey. Fracasan todos sus intentos de levantar proyectos propios y, aburrido, marcha a México.

Volverá una última vez en 1972, ya anciano, con motivo del Oscar a la película de producción francesa El discreto encanto de la burguesía. Nada más llegar, recibe una invitación de Georges Cukor, a quien no conoce. Fue una comida extraordinaria. Llegados los primeros a la magnífica mansión de Cukor, vimos venir, medio llevado por una especie de esclavo negro de poderosos músculos, a un viejo espectro vacilante con un parche en un ojo, a quien reconocí como John Ford. Allí estaban también otros espectros de Hollywood de los good old days: Wyler, Wilder, Stevens, Mamoulian, Wise...; y un único director joven, Robert Mulligan... Fritz Lang, que no había podido acudir, le invitó el día siguiente... Don Luís Buñuel, como buen mitómano, nunca olvidó aquella recepción. Se iría, cargado con sus recuerdos, de Hollywood para nunca más volver. Never more.

JAVIER MAQUA