Un proyecto liberador
El primer Buñuel
13 febrero, 2000 01:00Personaje genial y contradictorio, Luis Buñuel dejó una de las filmografías más ricas y apasionantes del siglo XX, entre la que figuran obras maestras como Un perro andaluz, Tristana, Belle de Jour y El discreto encanto de la burguesía. A través del testimonio y el análisis de sus principales amigos y especialistas, EL CULTURAL revisa las facetas más destacadas de la personalidad del cineasta y desentraña los motivos fundamentales de su extensa obra. En estas páginas, el crítico y director de la Escuela de Cinematografía de Madrid, Fernando Méndez-Leite, recuerda los acontecimientos más destacados de su dilatada biografía, al tiempo que el primer hijo del cineasta, Juan Luis Buñuel, escribe algunas de sus anécdotas. El crítico Sergi Sánchez repasa cada uno de sus títulos junto a las reflexiones de Serge Silberman, productor de sus películas francesas. Los especialistas en la obra buñueliana Agustín Sánchez Vidal, Román Gubern y José de la Colina estudian distintos aspectos de su peripecia existencial, mientras que los escritores Manuel Hidalgo y Javier Maqua comentan, respectivamente, la relación de Buñuel con la literatura y su estancia en Hollywood. Los amigos y compañeros Luis G. Berlanga, Juan Antonio Bardem y Francisco Rabal se detienen en el erotismo, la gloria y el martirio de Viridiana y en sus aspectos más personales. Finalmente, los críticos Eduardo Torres-Dulce y Miguel Marías profundizan en la religiosidad del cineasta aragonés y en las luces y las sombras de su última etapa.
La palabra "deseo" pone punto final a la obra de Luis Buñuel, desvelando un punto de fuga que la gobierna tenazmente. Y ello a pesar de que las expectativas de consumación de ese vector sean tan exiguas para sus personajes, desde el anónimo protagonista de la primera película, Un perro andaluz, hasta el sufrido Mateo de la última, Ese oscuro objeto del deseo.Sin embargo, es ese incontaminado motor lo que los dota de entidad y, llegado el caso, capacidad subversiva. Algo que aprendió Buñuel en las páginas del Marqués de Sade, tras cuya lectura se instauraría en el seno de su filmografía una dialéctica que la recorre de punta a punta, tensándola gracias al conflicto entre la disciplina jesuítica y la libertad surrealista, entre una cierta tradición española y la vanguardia, entre la medieval Toledo y el París cosmopolita.
Estas y otras antinomias entablan batalla en su cine teniendo como fondo los más variados argumentos, escenarios y circunstancias. Y en esas escaramuzas entre Cristo y Sade, Dios y el hombre, a Buñuel no le duelen prendas, ni rehuye el matiz, ni se hurta al misterio propio de cuestiones de tal envergadura.
Lo que sí impone como parte del juego limpio es el atenimiento a la naturaleza material del ser humano, habida cuenta de las innumerables hogueras inquisitoriales alimentadas por el desprecio a esa concreción. A mayor abundamiento, sus lecturas freudianas le han revelado la base instintiva que anima los circuitos de las más altas aspiraciones. Decididamente, los factores a los que interpela miden sus fuerzas en el ámbito de la carne.
Si de Sade toma Buñuel, sobre todo, la noción de la divinidad como artefacto o argucia resultante de la mutilación del deseo, también aprende a calibrar en sus libros el más eficaz contraveneno, la imaginación. Ese privilegio del creador -al que se postula inocente hasta en sus más disparatados desvaríos- no sólo no delinque, sino que es en él donde ha de asentarse cualquier proyecto liberador.
"La imaginación es libre; el hombre, no", fue uno de sus lemas favoritos. Y en su casa de la Cerrada Félix Cuevas, este monje del Dry Martini, metódico y ascético, parecía cultivarla siguiendo el consejo de Flaubert: "Sé regular y ordenado en tu vida privada, de forma que puedas ser violento y original en tu trabajo".
Ahora bien, ¿cómo fotografiar mediante una cámara de cine semejantes traslaciones teóricas? Quizá sea ahí donde resida el verdadero talento de Buñuel, en su capacidad para ocuparse de las cuestiones más metafísicas y peliagudas sin que en él se acuse el sonsonete del predicador ni las rimbombantes parrafadas del doctrinario. Le basta poner a un perro atado al eje de un carro, como en Viridiana, para obligarnos a compartir sus dudas sobre la libertad y la caridad.
Gracias a esa estrategia, el realizador instala su cine y sus personajes en el ambiguo territorio de la carnalidad, sumiéndolos en todas las grandezas y servidumbres del ser humano abandonado a su propia condición, como ese Robinson Crusoe que en la versión buñuelesca de la novela de Defoe grita en las montañas pidiendo una respuesta a las Alturas, pero sólo oye el eco de su propia voz.
O Simón del desierto en lo alto de su columna, suspendido entre el suelo y el cielo, desasistido de sus orígenes, acongojado por la misma soledad. Y tantos otros de sus personajes, que tratan de abandonarse a sus impulsos y deseos, para encontrarse zozobrando a merced de cuerdas, cadenas o corsés.
Alguien que había asimilado en profundidad a Sade y a Freud difícilmente podía suscribir sin más la roussoniana doctrina liberal de la innata bondad humana, aherrojada por una sociedad corrupta, ni el simple reformismo docente de los krausistas. En Buñuel, a menudo las cadenas no son meramente externas, sino que están forjadas con la materia de los sueños o son cordones umbilicales que no pueden cortarse impunemente, porque proceden de las zonas más íntimas del propio psiquismo.
Tampoco un paisano de Goya estaba en condiciones de abrazar durante mucho tiempo el surrealismo oficial con la fe del carbonero, y menos desde la perspectiva que le proporcionaría la dura realidad de Las Hurdes o el cine comercial mexicano. De modo que terminó siendo una especie de "afrancesado" que recelaba de las dos partes en conflicto, hasta acusar en sus películas ese trasfondo paradójico que ya sorprendió Théophile Gautier en el pintor de Fuendetodos, quien, "pensando servir a las ideas nuevas, trazó el retrato y la historia de la vieja España".