Gary Cooper y el mito
El hombre sin herederos
2 mayo, 2001 02:00Ingrid Bergman y Gary Cooper en "por quién doblan las campanas" de Sam Wood
Gary Cooper es el hombre que todos hubiéramos querido ser y el que las mujeres que amamos en nosotros nunca encuentran. Un caballero que por un tiempo habitó en la Tierra
Pilar Miró rezaba por él como si estuviese en los cielos, cuando fue sin embargo el cielo el que se aproximó hasta él. Hablamos de los estrellatos y de los astros de la pantalla, pero nadie ha llegado a alcanzar un sentido cósmico como el hombre larguirucho y cojitranco de Montana, con mirada de eterno amanecer y de crepúsculo fugaz, el único actor por el que todo Hollywood, con toda su frivolidad pagana, con todos sus trajes de colores, sus bragas caprichosas de usar y tirar, su mezquindad y sus delirios babilónicos, llegó a ponerse de luto y a llorar entre colinas cuando le llegó la muerte.
Santo en la meca del cine, y en el fondo, algo diablillo, para qué negarlo, porque en su traviesa timidez residía gran parte de su encanto. Que se lo preguntasen a Mae West cuando echó el ojo -y buen ojo solía tener para estas cosas- al jovenzuelo despistado que andaba con paso singular por los estudios de la Paramount haciendo papelitos de cowboy. Cuando la rubia terrible se topó con él acuñó la célebre frase que utilizaría en alguna película, "¿Llevas una pistola escondida o es que te alegras de verme?", y es que según cuentan las buenas lenguas, el típico andar un poco arqueado de Cooper se debía a la carga de la tercera pierna, algo que de paso sirvió para darle un peso añadido a su categoría mitológica.
Tantas eran sus bondades que le llevaron a ser algo más que un actor, todo un símbolo en el sentido heroico y colosal que puede alcanzar una presencia humana que se engrandece en la proyección en la pantalla, enormizándose en la actuación por algo tan simple y tan difícil como es no actuar, sino ser.
Cada vez que Cooper aparece en una película echa un pequeño vistazo de asombro, como si el primer sorprendido por estar ahí fuera él. Luego se aprieta los machos y tira para delante, a veces dejándose llevar, a veces llevando las riendas. Hasta de pronto convertirse en el centro de atención sobre el que todo el resto de la obra gravita. Podría parecer que la cosa no va con él, pero antes de que se dé cuenta, el espectador está ya metido en el bolsillo de su chaleco.
Tierna dureza, obligada por el devenir de los acontecimientos, en donde el corazón existe y la mirada permanece limpia. Cooper es el hombre que todos hubiéramos querido ser y el que las mujeres que amamos en nosotros nunca encuentran. Un caballero que por un tiempo habitó en la Tierra y se instaló en los sueños. El hombre sin herederos.
Fueron tantas las actrices que le amaron en las películas como mujeres que le han adorado y le adoran, lo mismo en el patio de butacas que en el salón de casa. Díganme quién, sino él, podría conseguir que la mismísima Marlene Dietrich lo siguiese, maltrecha, descalza y loca de pasión, por las dunas del desierto en Morocco, quién podría poner en vereda a una indomable Barbara Stanwyck dispuesta a enseñarle el idioma de los bajos fondos, quién podría dejar que le abandonase una repipi Grace Kelly, quién dejaría elegantemente que a Vivian Leigh la aguantase Clark Gable, o quién, mismamente, estaría dispuesto a seguir el camino hasta Veracruz acompañado de nuestra Sarita Montiel.
Cooper podía matar como si después le pidiera disculpas al muerto, besar y luego revivir a la besada o llegar a la cumbre preguntando dónde estaba la puerta de servicio. Como si en el fondo sus dones le abrumaran y no supiera muy bien qué hacer con ellos.
Lo mismo podía tener la humildad de un Don Nadie que la gallardía de un inconquistable. Con la valentía de la sencillez, con la audacia de un inexplicable sentido común. Nunca un señor fue tan querido sin él quererlo, tan frágil y tan masculino, honrado hasta en sus faltas, firme hasta en sus dudas, galán extraordinario. Una de las grandes virtudes que tiene el cinematógrafo es la de hacer que permanezcan las presencias, y presente está entre nosotros aquél en quien todos quisiéramos reflejarnos. Bajo el sol del mediodía, en soledad y sin sombra, nada más que con el radiante esplendor que sigue deslumbrándonos, como una bola de fuego.