Escribir después de Auschwitz
Memoria escrita del campo de concentración, a los 60 años
27 enero, 2005 01:00Pocos vivieron para contarlo y menos lograron esquivarlo como el escritor húngaro Béla Zslot (1895-1949), que en el verano de 1944, recluido en el gueto de Nagyvárad, logró burlar los trenes de la muerte que conducían a Auschwitz porque un médico que sí tuvo que subir a ellos le inyectó el virus del tifus para declararlo enfermo y que pudiese permanecer en el pueblo, con la esperanza de que “quizá pueda contar algún día algo todo lo que nos ha ocurrido. Quizá pueda publicar algo sobre todo eso”. Lo hizo en Nueve maletas (Taurus, 2004). Sus suegros y su hijastra no tuvieron tanta suerte y desaparecieron en Auschwitz. Zslot es contundente: “Todo lo que había definido hasta ahora al hombre europeo había desaparecido a nuestro alrededor. [...] Seguíamos viviendo, pero estábamos más muertos que los muertos de otras épocas, pues éstos tenían una tumba con una lápida y su nombre escrito en ella. Nosotros ya no tenemos nombre”.
Muerte en fuga
Quizá por eso, el mítico Paul Celan (1920-1970), uno de los grandes poetas del siglo XX, utilizó un anagrama de su verdadero apellido, Antschel. Nacido en la ciudad de Czernowitz, antigua capital de Bucovina (entre Rumania y Ucrania), tras mil avatares, y cuando parecía que lo peor había pasado, volvió a su pueblo natal con sus padres, para descubrir, ante los vagones atestados de gente que partía hacia Auschwitz, que estaban condenados a un infierno inimaginable. Celan consiguió esconderse en una fábrica de cosméticos, pero sus padres no le siguieron y fueron exterminados en los campos de concentración. El poeta acabó en uno de trabajo en Moldavia, pero jamás se perdonó lo ocurrido, y en el poema “A un lado de las tumbas”, escribió: “¿Me permites, madre, como ayer, ay, en casa,/la discreta, dolorosa rima alemana?” En 1948 confesó a sus parientes en Israel: “Acaso soy uno de los últimos que deben vivir hasta el final el destino de la cultura judía en Europa. ¿Por qué escribo ‘deben vivir’? Porque un poeta no puede dejar de escribir, mucho menos si es judío y su idioma de escritura el alemán.” No, Celan no podía dejar de escribir. Suyo es el más célebre poema sobre Auschwitz, “Muerte en fuga” (1948), con versos estremecedores: “Grita que suene más dulce la muerte la muerte es un Maestro Alemán/grita más oscuro el tañido de los violines así subiréis como humo en el aire/así tendréis una fosa en las nubes no se yace allí estrecho”
Las cenizas humanas
Había que gritar lo ocurrido. Como explicaba Primo Levi en sus Conversaciones con Ferdinando Camon (Anaya & Mario Muchnik, 1996), “cuando estaba en el campo de concentración tenía siempre el mismo sueño: soñaba que regresaba, que volvía con mi familia y les contaba, pero no me escuchaban. La persona que tengo delante no me escucha, se da media vuelta y se marcha. En el campo les conté a mis amigos este sueño y me contestaron: ‘A nosotros nos pasa lo mismo”.
Pero la liberación no acabó con las pesadillas de este italiano nacido en Turín en 1919 que se suicidó en 1987, que había luchado con la resistencia y que, al ser detenido, confesó ser judío y no sólo partisano, para que los nazis supieran que los suyos, los corderos, también luchaban, lo que le llevó a Auschwitz. Sabía, mientras vagaba por Europa tras la liberación soñando con un hogar perdido para siempre, que había sobrevivido al infierno, pero que el paraíso era tan ceniza como los millones de desaparecidos en los hornos. Quizá para encontrar el camino de vuelta escribió incesantemente sobre el Holocausto en obras como Si esto es un hombre (1947), La tregua (1963), o Los hundidos y los salvados, donde escribe: “Las cenizas humanas provenientes de los crematorios, toneladas diarias, eran fácilmente reconocibles como tales pues con gran frecuencia contenían dientes o vértebras. A pesar de eso, se usaron con distintas finalidades: para rellenar terrenos palúdicos, como aislante térmico en los intersticios de las construcciones de madera, como fertilizante fosfórico; especialmente se emplearon como arenas para cubrir los caminos de la aldea de las SS, situada junto al campo”.
Tal vez ese fuera el fin de Anna Frank (1929-1945), enterrada en el campo, quien seguramente compartió el sueño de contarlo, aunque el tiempo le gastara una broma macabra. Tras vivir escondida en un zulo de Amsterdam desde el 9 de julio de 1942 hasta el 4 de agosto de 1944 con su familia (los padres y su hermana Margot) y cuatro personas más, fue trasladada con toda su familia a Auschwitz en un viaje espantoso en tren que duró tres días. En el zulo dejó su diario, regalado al cumplir 13 años. Margot y Anne pasaron un mes en Auschwitz-Birkenau y luego fueron enviadas a Bergen-Belsen, donde murieron de tifus en marzo de 1945, apenas un mes antes de la liberación. El diario de Ana Frank, publicado por Otto Frank (el único de la familia que sobrevivió), permitió que trece millones de lectores en 55 idiomas conocieran su historia.
Menos suerte tuvo Irene Nemirovsky (Kiev, 1903-Auschwitz, 1942), que se había exiliado en Francia huyendo de la revolución comunista. Amiga de Cocteau, triunfó en los años 30 con novelas como David Golde, fue detenida, deportada y murió en el campo maldito en 1942, aunque acaba de triunfar más de 60 años después de su muerte: su novela póstuma Suite française, rescatada por su hija Denise, acaba de conquistar el premio Renaudot en Francia, concedido por primera vez a un autor muerto. Tampoco sobrevivió Edith Stein, que murió en agosto de 1942 en Auschwitz, en la cámara de gas, tres días después de llegar al campo de exterminio. Nacida en 1891 de padres judíos en Wroclaw, hoy Polonia, estudió filología y filosofía y fue asistente de Husserl, el fundador de la fenomenología. Se convirtió al cristianismo, ingresó en las carmelitas y cuando comenzó la persecución contra los judíos se entregó para evitarle problemas a la comunidad.
La primera noche en el campo
No sabemos qué hubieran podido escribir Frank, Nemirovsky o Stein después de Auschwitz porque “Auschwitz desafía la imaginación y la percepción -explica el escritor Elie Wiesel (1928), premio Nobel de la Paz en 1986-. Sólo se somete a la memoria”. Wiesel tenía apenas quince años cuando fue deportado a Auschwitz con su familia y los otros 15.000 judíos de su ciudad natal, Sighet, Transilvania, que entonces era parte de Hungría y hoy es Rumanía). En el campo de exterminio vio morir a su madre y a una de sus hermanas, y en el campo de Buchenwald fue testigo de la muerte su padre apaleado. Liberado por las tropas aliadas cuando contaba dieciséis años, acabó estudiando filosofía en la Sorbona y en 1958 publicó su primer libro, La noche. Sobre Auschwitz, naturalmente: “No tenía nombre, esperanza ni futuro, y sólo se [le] conocía por [su] número, A70713”. Aquella primera noche, la columna de los deportados de la que formaba parte tuvo que pasar cerca de una fosa de donde subían “llamas gigantescas”. Dentro se quemaba algo. Se acercó un camión a la fosa y arrojó su carga: “Eran niños pequeños”. Y prosigue: “Nunca olvidaré esta noche, la primera noche en el campo, que hizo de mi vida una larga/noche cerrada con siete llaves./ Nunca olvidaré este humo./ Nunca olvidaré las caritas de los niños cuyos cuerpecillos vi transformados en torbellinos/de humo bajo un cielo mudo./Nunca olvidaré estas llamas que consumieron para siempre mi fe./Nunca olvidaré este silencio nocturno que me ha arrancado para toda la eternidad el/deseo de vivir./ Nunca olvidaré estos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y los sueños que/tomaron el aspecto de un desierto./ Nunca olvidaré esto, aunque estuviera condenado a vivir tanto tiempo como Dios mismo./ Nunca”.
Nunca lo ha hecho. Por eso lucha por la memoria y la dignidad y ha escrito decenas de libros sobre el tema como La noche, El olvidado o Los judíos del silencio. Como explica uno de los personajes de El olvidado, “puedes hacer trampas con los otros, pero no conmigo ni con los muertos. Nosotros te seguimos atentamente”.
La enfermedad llamada Auschwitz
Tampoco ha olvidado el Nobel húngaro Imre Kertész lo sufrido en Auschwitz y Buchenwanld. Kertész (Budapest, 1929) fue deportado a Auschwitz en 1944, con catorce años. Tuvo suerte y su paso por allí fue fugaz, de camino, como quien dice, a Buchenwald, donde fue liberado en 1945. Prácticamente toda su obra literaria gira en torno a su experiencia de los campos. “Cuando pienso en una nueva novela”, ha declarado, “siempre pienso en Auschwitz”. Su trilogía sobre su experiencia comprende Sin destino (1975), Fiasco (1988) y Kaddish por el hijo no nacido (1990), aunque el horror vivido cala toda su obra, incluida su última novela, Liquidación (2004), que es la historia de un superviviente de los campos de exterminio. Quizá porque, como descubre en Kaddish por el hijo no nacido, “no hay manera de curarse de Auschwitz, nadie se recupera de la enfermedad que es Auschwitz”. Hijo de un siglo siniestro, “mis abuelos -recuerda- aún encendían los candelabros del sabbath cada viernes por la noche, pero cambiaron su apellido por uno húngaro, y era para ellos natural considerar el judaísmo su religión y Hungría su patria. Mis abuelos maternos murieron en el Holocausto. Las vidas de mis abuelos paternos fueron destruidas por el comunismo”.
Por eso, cuando en 2002 recibió el premio Nobel de literatura, en su discurso subrayó cómo “con horror, diez años después de haber sido liberado del campo me di cuenta de que todo lo que me quedaba de aquella experiencia eran algunas impresiones, unas cuantas anécdotas”, y se preguntaba: “¿Para qué nos sirve aún la literatura? Me parece claro que una línea imposible de traspasar me separaba de la literatura y los ideales, del espíritu asociado al concepto de literatura. El nombre de esta línea de demarcación es Auschwitz”. “Cuando escribimos sobre Auschwitz, debemos saber que, en un cierto sentido, Auschwitz suspendió la literatura. [...] Después de Auschwitz estamos más solos”.
Esa soledad explica la reacción del llamado apóstol del resentimiento, Jean Améry, prisionero en Auschwitz y Bergen Belsen, aunque también hay quien asegura que su obra es la mejor respuesta a la célebre pregunta de Adorno. Nacido en Viena en 1912, en realidad se llamaba Hans Mayer. Tras la anexión de Austria al III Reich emigró a Bélgica, fue arrestado por los nazis en 1940 y deportado al campo de Gurs, de donde consigió evadirse y unirse a la resistencia, pero en 1943 fue capturado de nuevo y enviado a Auschwitz primero, donde pasó dos años, y a Bergen-Belsen después. Tras la guerra se instaló en Bruselas, comenzó a publicar obras sobre su experiencia en los campos y se suicidó en 1978 en Salzburgo. Como Levi, Celan, Borowski...
Mi lastre y mi cayado
El gran libro de Améry sobre Auschwitz es Más allá de la culpa y la expiación. Entre los muros de ese lugar de infamia se ve enfrentado al dilema de “endurecer la realidad y la eficacia de su espíritu o declararlas nulas”. A partir de ahí construye una meditación sobre el mal radical, ese “misterio” tan antiguo como el mundo ante el que el espíritu ha visto ceder y debilitarse, catástrofe tras catástrofe su capacidad de comprensión; sobre la tortura; sobre la condición judía; sobre las víctimas y los verdugos; sobre los costes del imperativo de confiar en el mundo.... Y escribe: “bastaba con ver la torreta de vigilancia y sentir el olor a grasa calcinada procedente de los crematorios” para advertir que el Ser sobre el que gira la filosofía de Heidegger sólo era “un concepto abstracto y huero”. El número tatuado “es mi lastre y mi cayado”.
Un lastre que no quiso olvidar. Primo Levi que fue compañero de barracón en Auschwitz, decía de él que su vida transcurría “sin paz ni búsqueda de paz”, que no tenía intención de encontrar sosiego y sí de que la herida siguiese supurando. El resentimiento se convirtió en su patria, porque el nazismo le había hecho descubrir que carecía de ella.
Por eso también el resentimiento es la única vía de reparación del dolor padecido. En Revuelta y resignación (1968) apunta que ante la muerte no cabe esperanza, pero tampoco resignación. Sólo hay una forma de salvar nuestra dignidad, ante la inminencia de lo que nos privará de las categorías fundamentales de la vida, que no son otras que el tiempo, el espacio y el lenguaje. Una rebelión sin esperanza, una protesta sin expectativas”. Y en Levantar la mano sobre uno mismo (1976) va más allá: la vida es una “derrota total”. También escribe: “No me angustia ni el ser ni la nada ni dios ni la ausencia de dios, sólo la sociedad: pues ella, y sólo ella, me ha infligido el desequilibrio existencial al que intento oponer un porte erguido. Ella y sólo ella me ha robado la confianza en el mundo.”
Como se la robó al poeta polaco Tadeusz Borowski (1922-1951). Vivió su juventud con una tía porque sus padres habían sido deportados; estudió a escondidas, burlando las prohibiciones nazis, y en 1942 publicó un libro de poemas, Whatever the earth poco antes de ser detenido por la Gestapo y trasladado a Auschwitz en 1943, donde fue obligado a trabajar en un hospital que experimentaba con prisioneros. Tras pasar por Dachau fue liberado, pero el horror visto, del que da testimonio en el libro de relatos Nuestro hogar es Auschwitz (2004), le empujó al suicidió antes de cumplir los treinta años.
Porque, como desveló el psicólogo Victor Frankl, otro superviviente del campo, en El hombre en busca del sentido (1998) gracias a Auschwitz “hemos llegado a saber lo que realmente es el hombre. Tanto ha inventado las cámaras de gas como ha entrado en ellas con la cabeza erguida y el padrenuestro o el ŒEshema yisrael en sus labios”.
La máquina de deshumanizar
Claro que también creía que sólo los peores sobrevivieron, que los que intentaron conservar su humanidad, su dignidad, fueron los primeros en caer. Como destacó otro superviviente, Paul Steinberg, en sus Crónicas del mundo oscuro (1999), “habíamos superado la etapa de los sentimientos, de las relaciones de amistad. cada cual luchaba para sobrevivir, La máquina de deshumanizar había funcionado de maravilla. Ya sólo existíamos en la indignidad”. Y Levi lo confirma: esa indignidad “afectaba tanto a los prisioneros como a los guardianes. La inhumanidad del sistema nazi contagiaba a los prisioneros”. ¿Los verdugos? La mejor prueba de que “se puede torturar al hijo delante de su padre, y seguir considerándose un hombre de cultura y religión. Y soñar con un pacífico atardecer frente al mar”, escribió Elie Wiesel.
Dolor, resentimiento, olvido... Sesenta años después de la liberación de Auschwitz, el mundo recuerda el horror, aunque ellos, los Wiesel, Primo Levi, Stein, Améry y tantos fantasmas anónimos nos griten que “los que estuvimos allá, nunca vamos a poder salir; los que no estuvieron, nunca van a poder entrar...” Y no quieren que el mundo lo olvide.
Bibliografía esencial
Charlotte Delbo: Auschwitz y después (Turpial-Amaranto, 2004. Trad. María Teresa de los Rios). Vinculada al mundo del teatro, Delbo (Paris, 1913) fue detenida por la Gestapo y, en 1943, deportada a Auschwitz. Escribió esta trilogía (“Ninguno de nosotros volverá”, “Un conocimiento inútil” y La medida de nuestros días”) con fragmentos en verso y prosa que constitiuyen la crónica de la vida cotidiana de las mujeres en los campos de exterminio.
Primo Levi: Si esto es un hombre (Muchnik, 1987. Aleph, 2002. Trad. Pilar Gómez Bedate). Con este libro Primo Levi inaugura su trilogía dedicada a los campos de exterminio que comprende además Los hundidos y los salvados y La tregua. Levi fue deportado a Auschwitz en 1944, cuando buscaba contacto con los partigiani. Siempre se ha exaltado su visión del infierno concentracionario por exenta de insultos, lamentos y repeticiones del agravio, y vertida en un estilo analítico, meticuloso, clarificador, como guiado por la técnica brechtiana del distanciamiento.
Ruth Klöger: Seguir viviendo (Galaxia Gutenberg, 1997. Trad. Carmen Gauger). “El conocimiento de los trasfondos de la solución final no explica nada”, escribe Klöger, “y no agudiza la conciencia del absurdo del mundo”. Kluger explica que “La gente que tiene la intención de decir algo importante respecto de mí, señala que estuve en Auschwitz. Pero no es tan simple. Piensen lo que piensen, yo no vengo de Auschwitz; yo soy de Viena. No se puede borrar Viena, mientras que Auschwitz me era tan fundamentalmente extranjero como la luna”.
Rudolf Hoess: Yo, comandante de Auschwitz (Aleph, 1979). Hoess fue nombrado Comandante del campo de Auschwitz en 1940, y fue el encargado de organizar técnica y administrativamente las ejecuciones en masa. En estas notas autobiográficas redactadas más tarde en prisión, recuerda: “Que fuera necesario o no el exterminio de los judíos, a mí no me correspondía ponerlo en tela de juicio”. Hoess fue condenado a la horca en abril de 1947, y fue ejecutado en el antiguo campo de concentración de Auschwitz.
Jean Améry: Más allá de la culpa y la expiación (Pre-Textos, 2001. Trad. Enrique Ocaña). “En esta obra”, escribe Jean Amery “se describe cómo se sufre la violencia”. Améry fue arrestado por los alemanes, se escapó del campo de Gurs y se unió a la resistencia antinazi en Bélgica. En 1943 fue arrestado de nuevo y permaneció en Auschwitz hasta la liberación del campo. Se suicidó en 1978 en Salzsburgo. “En este libro no me dirijo a mis compañeros de infortunio. Ellos ya saben. Cada uno debe soportar a su modo el peso de esta experiencia. A los alemanes, por el contrario, que en su aplastante mayoría no se sienten, o no han dejado de sentirse, responsables de los actos al mismo tiempo más sombríos y más característicos del Tercer Reich, me gustaría narrarles algunos hechos que tal vez no les habían sido aún revelados”.
Roman Frister: La gorra o el precio de la vida (Galaxia Gutenberg, 1999). Este libro produjo cuando se publicó en Istael, un enorme revuelo: en él se presenta el lado oscuro de las víctimas del Holocausto. Sus recuerdos de la vida cotidiana en Auschwitz hablan de traiciones, de un mundo en el que sólo se sobrevivía a base de renunciar a los escrúpulos. La anécdota que da título al libro lo ejemplifica. Tras ser violado por un preso, éste le quitó su gorra, ya que los que no se presentaban con ella en la mañana eran ejecutados. El violador se quiso asegurar que la víctima no lo delatara. Por la noche, mientras todos dormían en sus barracas, Frister le robó la gorra a otro preso.
Imre Kertesz: Sin destino (Acantilado. Trad. Judith Xantús). Historia del año y medio de la vida de un adolescente en los campos de concentración nazis (experiencia que el autor vivió en propia carne, fue llevado a Auschwitz con sólo 14 años), Sin destino no es, sin embargo, un texto autobiográfico. Con la fría objetividad del entomólogo y desde una distancia irónica, Kertész nos muestra en su historia la hiriente realidad de los campos de exterminio en sus efectos más eficazmente perversos: aquellos que confunden justicia y humillación arbitraria, y la cotidianidad más inhumana con una forma aberrante de felicidad. Testigo desapasionado, pero testigo de primera fila.
Elie Wiesel: La noche (El Aleph, 2002. Trad. Fina Warschaver). Premio Nobel de la Paz en 1986, Wiesel nació en Sighet, Rumanía, en 1944. Los nazis le deportaron, junto con su familia a Auschwitz, donde sus padres fueron asesinados. La noche es el relato de un adolescente deportado a los campos nazis que experimenta la muerte de Dios en el seno de la atrocidad absoluta.