Genovés, estética del tópico
Marlborough. Orfila, 5. Madrid. Hasta el 12 de marzo. De 12.800 a 46.400 €
Por edad -nació en 1930-, por la significación de su obra en el arte español de los últimos años sesenta y primeros setenta -contribuyendo sustantivamente a la formación de una conciencia civil que exigía las libertades que nos correspondían en derecho y que la dictadura franquista nos arrebataba por la fuerza-, Juan Genovés bien podría ser considerado una de nuestras figuras mayores. No creo, sin embargo, que haya alcanzado la altura e influjo que atribuimos a artistas como Hernández Pijuan, Gordillo o incluso Saura, estricto coetáneo suyo, por no mencionar a Tàpies o Millares, poco mayores que el valenciano.
De que las cosas me parezcan así, es prueba la muestra que comento. Se congratula su presentador, Calvo Serraller, de que en este último Genovés está todo Genovés, es más, afirma, que irradia una euforia creativa que se despliega cual vela hinchada por la bonanza, empujándolo, al ritmo de la ebriedad, hacia una ítaca, que doy en suponer cree que jamás perdió, y en la que el artista ha vuelto a sus momentos primeros. Olvida, a mi modo de ver, que de aquél Genovés a éste, como ocurre con las circunstancias políticas que sobreañadían contenidos y complicidades a su labor, no resta sino la cáscara. Ese retorno no es sino una mera envoltura formal, que oscila entre una solución matérica superficial y un despliegue cromático que emula, con menor que mayor fortuna, las imágenes tratadas digitalmente, y que alcanza su límite mínimo en sus propuestas escultóricas.
Por más que resulte desagradable y ocioso citarse a uno mismo, si lo hago ahora es tan sólo por coherencia con el respeto que el artista me merece. Hace ya siete años, concluía mi crítica a la tercera individual de Juan Genovés en esta galería con el mismo juicio, aunque entonces era más esperanzado, que hoy: “creo que es mi obligación ‘atreverme’ a decir que no se si su raíz ética resulta suficiente para la pintura, loable quizás sí, pero no suficiente para alcanzar el grado de intensidad plástica que la pintura exige, ni tampoco para ensanchar ni el conocimiento ni la emotividad del espectador, salvo que se pretenda hacerlo desde la estética del tópico”.