De charla con Oscar Wilde
Escultura de Oscar Wilde en Merrion Square Park, de Dublín
Llamarse Oscar Wilde tiene su importancia. Tanto es así que al final le pusieron estatua en su tierra, en el mismo sitio donde fue apuñalado por lenguas de doble filo. Hasta allí que me acerco. Pareciese que estuviera esperándome sobre una roca, con ese aire de chapero que aparenta ser un dandy. Lleva anillos de colores y toda la perversidad del bronce esculpida en su mirada; la misma que se gastaba cuando era menos viejo.
Llegado a este punto y después de llevar tiempo charlando con estatuas, me sorprende encontrarme una estatua joven, quiero decir que todas las demás están sacadas a imagen y semejanza del personaje en sus últimos días. Todas menos esta. Mejor así, pienso. Mejor así y que Oscar Wilde no aparezca con la imagen que ensombreció sus últimos días de barriga y bastón; envejecido antes de tiempo.
Intuyo que me ha adivinado el pensamiento pues en seguida me corta:
-Vienes a charlar con la estatua de Oscar Wilde, no lo olvides; el otro, al que te refieres, era un tal Sebastián Melmoth. Oscar Wilde murió el mismo día que cruzó el umbral de la cárcel. Y por si no lo sabes, murió como vivió, más allá de sus sueños y con una copa de champán en la mano.
-Brindo por él -voy y le digo-, ya me gustaría a mí ser tan ácido con el mundo que me ha tocado vivir pero es que a veces me pongo muy burro, me falta flema.
-¿Y quieres que yo te la pegue? -Pregunta pavoneándose, y luego empieza a darme instrucciones-: Mira lo que has de hacer. Tienes que cambiar tus labios, tus labios son demasiado rectos, como los de alguien que jamás ha mentido. Tienes que aprender a mentir, para que tus labios se vuelvan bellos y sinuosos como los de una máscara antigua.
Así la estatua me asegura que no existen más que dos reglas para mentir: La primera es tener algo que mostrar y la segunda consiste en ocultarlo. Yo agradezco sus consejos y cuando se me insinúa más de la cuenta me hago el distraído. Hay un momento en el que me chilla para decirme que no va a dejar de hablarme sólo porque no le esté escuchando.
-Me gusta escucharme a mí mismo -advierte, como si no me hubiera dado cuenta-. Es uno de mis mayores placeres. A menudo mantengo largas conversaciones conmigo mismo, y soy tan inteligente que a veces no entiendo ni una palabra de lo que digo.
Aprovecho que ha cogido aire para meter baza y preguntarle que después de aprender a mentir, qué me queda para tocar el pezón de la gloria literaria.
-No ser ambicioso. La ambición es el último refugio del fracaso. Confórmate con los tobillos y olvida cumbres mayores -me aconseja.
Como parece receptivo, paso de la carne a los huesos y pregunto por la muerte de Sebastián Melmoth.
-Murió de una enfermedad venérea -suelta Oscar Wilde.
-Me refiero si también era champán lo que bebió.
-No era champán, era vino con burbujas -me aclara.