Metáforas y mitos
Javier Fernández Sebastián
18 junio, 2010 02:00San Martín recibido por O'Higgins tras cruzar los Andes en 1817. por M. Boneo
El neogranadino no fue el único en asociar el descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo con su emancipación en ciernes. Dos años más tarde, en su discurso de apertura ante el Congreso de Anáhuac, el cura Morelos, tras invocar a los espíritus de Moctezuma, Cuauhtémoc y demás caudillos aztecas, proclama que el largo paréntesis de la dominación española se había cerrado: "al 12 de agosto de 1521, sucedió el 14 de septiembre de 1813. En aquél se apretaron las cadenas de nuestra servidumbre en México Tenochtitlán; en éste, se rompen para siempre en el venturoso pueblo de Chilpancingo". Así entendida como restablecimiento del Imperio mexica, la independencia venía a ser el reverso de la conquista.
Junto a su voluntad de mostrarse como herederos del pasado indígena, los líderes de las independencias -criollos en su mayoría- pusieron el acento en la idea de que su acción revolucionaria iba a dar paso a un mundo radicalmente nuevo. En un periódico limeño del momento de la independencia, leemos: "Estamos en el principio de los tiempos. Nuestra sociedad se va a formar como si el mundo hubiese acabado de salir de las manos de su Creador" (El Sol del Perú, 4-IV-1822). En esas y otras declaraciones similares es fácil percibir los ecos de Paine, Jefferson o Washington, tan admirados por los próceres hispanoamericanos. "El fanal de Estados Unidos", escribe el mexicano Servando Teresa de Mier, "está delante de nosotros para conducirnos al puerto de la felicidad". Y el guayaquileño Rocafuerte subraya que "la historia no presenta ningún pueblo que en tan corto tiempo haya extendido tanto el horizonte de su doctrina liberal y felicidad" como el norteamericano.
Rápido desencanto
La inestabilidad y los conflictos civiles que asuelan la región inmediatamente después de las independencias llevarán a no pocos líderes a un rápido desencanto. El contraste entre expectativas y resultados es una de las lecciones más amargas que les deparaba esa acelerada entrada en la modernidad.
En diversas cartas de finales de 1830, Bolívar se siente tan decepcionado ante los frutos recogidos que llega a abominar de su propia obra: "Últimamente he deplorado hasta la insurrección que hemos hecho contra los españoles"; "el que sirve a una revolución ara en el mar".
No todos, sin embargo, se dejaron arrastrar por el pesimismo. Mientras algunos escritores y políticos, como el mexicano Lorenzo de Zavala o el venezolano Fermín Toro, se extasían ante la magnitud de los cambios acontecidos en una generación, el maestro del Libertador, el también caraqueño Simón Rodríguez, advierte desde Arequipa que "en la América del Sur las repúblicas están establecidas, pero no fundadas". Se trataba de innovar, no de imitar servilmente las instituciones de sus vecinos del Norte: "La América española es original; originales han de ser sus instituciones y su gobierno, y originales los medios de fundar uno y otro. O inventamos o erramos" (Sociedades Americanas, 1828).
Hoy la mayoría de los historiadores están de acuerdo en que la crisis abierta en el mundo hispano en 1808/1810 ha de verse como un fenómeno unitario y plural, global y local. La diversidad de los lugares donde hace dos siglos se representaron las principales escenas de aquel gran drama -de Madrid a Buenos Aires, de Bayona a México, de Cádiz a Caracas- otorga a este ciclo revolucionario una complejidad mucho mayor que las otras dos grandes revoluciones que se le adelantaron a finales del setecientos: la francesa y la norteamericana. Sin embargo, los principios políticos proclamados -rechazo al despotismo, libertad, independencia, representación- fueron sustancialmente los mismos en todos los territorios, a uno y otro lado del océano. Cuando la Revolución de España dio pie a la proclamación de las primeras juntas americanas y a las reclamaciones de autonomía por parte de los criollos, la torpe gestión de esas demandas por las autoridades metropolitanas agravó las cosas y condujo a un rápido proceso de disgregación de la monarquía. Se iniciaba así una gigantesca revolución atlántica, la más propiamente atlántica de las tres grandes revoluciones inaugurales de la era contemporánea.