Arrodillémonos frente a Breaking Bad
No estaba en mi lista de predilecciones, pero por diversas partes me llegaban muy buenas palabras en torno a Breaking Bad. Cuando algo suena mucho y bien -el "New York Times" publicó que es la mejor serie actual de la televisión por cable-, sobre todo procedente de críticos respetables, me resulta imposible ignorarlo. Me corroe una irreprimible curiosidad, casi angustiosa, a la que tengo que poner fin cuanto antes. Así que me hice pronto con las tres temporadas completas que de momento ha alcanzado esta serie creada por Vince Gilligan, producción de la cadena AMC, y me las tragué en un par de semanas. 33 capítulos de 50 minutos cada uno. Un enorme y adictivo placer.
Como su personaje central, Walter White, Breaking Bad es todo inteligencia y personalidad. La serie no se parece a nada que haya visto antes en la televisión. No es una serie de gran formato (tipo The Wire o Los Soprano, con las que comparte la dupla narcotráfico-gangsters) pero desde su modestia se gana poco a poco el respeto y la admiración. Breaking Bad no se anda con vueltas, en el primer capítulo muestra sus cartas, establece claramente su tono y hasta su trama. Toma incluso el riesgo de mostrarse razonablemente predecible -las líneas maestras del argumento se ven venir con antelación-, porque siempre encuentra la forma de atrapar nuestro interés mediante algún giro de guión o alguna solución inesperada. Los personajes están trazados con la dosis justa de estereotipo y la otra dosis justa de todo aquello que los hace especiales, incluyendo unos excelentes secundarios (¡el abogado Saul Goodman!), con actores que realmente se acaban apropiando de ellos.
Walter White (Bryan Cranston) es un profesor de Química de mediana edad que vive en Nuevo Mexico con su mujer Skyler (Anna Gunn) y un hijo adolescente (RJ Mitte) nacido con parálisis cerebral. Las otras tres presencias determinantes de la serie son la hermana de Skyler, Marie (Betsy Brandt), su marido Hank (Dean Norris), que es agente de narcóticos, y el joven alocado Jesse Pinkman (Aaron Paul), antiguo alumno de Walter. En el capítulo piloto, a Walter le diagnostican un cáncer muy avanzado. Con el deseo de asegurar el futuro financiero de su familia, decide adentrarse en el mundo de las drogas, produciendo y vendiendo metanfetamina, un potente psicoestimulante también conocido como "cristal" -y el que fabrica Walter, un químico fuera de serie, es de una pureza insólita- que goza de un amplio mercado de adictos a ambos lados de la frontera. El dinero entra a espuertas, y con él los problemas.
Breaking Bad es básicamente una exploración sobre los límites. Límites éticos, límites legales, límites narrativos, límites conyugales, límites en torno al concepto de lo verosímil. No es casual que el escenario sea la zona fronteriza por excelencia en el negocio del narcotráfico, aquella que separa Estados Unidos de México (en la serie se habla indistintamente en inglés y en español), porque en gran medida todo lo que ocurre se mueve en los matices del gris, en esos espacios morales en los que no resulta fácil tomar una postura, ni siquiera a través de la ironía. Una diagnosis fatal puede trastocar los valores éticos que han sostenido una vida y transformar a un hombre corriente en un auténtico capo de la droga, que además decide ocultarlo a su familia, abocado a vivir una doble vida. El recorrido de Walter White se mueve así en un arco muy amplio, incluso delirante, y sin embargo todo resulta perfectamente creíble, pues Walter, que tiene un alto coeficiente intelectual, ha hecho de la contradicción su modus vivendi.
En esa contradicción está llamada a desenvolverse toda la serie, cuyos guionistas siempre se las apañan para, a pesar de todo, no romper nunca la lógica de la verosimilitud y hacer perfectamente creíble que todo el negocio de la metanfetamina -a uno y otro lado de la ley- acabe girando alrededor de muy pocos personajes, que además forman una familia. Un microcosmos en torno a la doble moral hipócrita norteamericana que además propone redefinir qué es un padre de familia y qué es un criminal, o más bien cómo un hombre honesto vende su alma al diablo y se convierte en todo aquello que debería despreciar. Sin duda, es la intervención del azar, presente de una forma muy sutil, pero determinante, en Breaking Bad, la que permite que todas las piezas encajen sin estruendo.
Todo esto no podría funcionar sin esos toques especiales, esas extravagancias que hacen de Breaking Bad una experiencia tan completa y equilibrada. Es característico de la serie la estructura temporal de algunos capítulos concebidos como largos flash-back, o el rodaje de largas escenas respetando el tiempo real (algo muy anti-televisivo), y la inserción de momentos musicales absolutamente memorables. Va aquí un ejemplo (en el vídeo al final del texto): el arranque del capítulo 7 de la segunda temporada, un video-clip ficticio de un narcocorrido que resume y asienta la leyenda de Waltar, alias Heisenberg (que va adquiriendo proporciones míticas), y muestra cómo la audacia creativa sigue teniendo cabida en el espacio televisivo. Al llegar a este punto de la serie, te entran ganas de arrodillarte frente a la televisión... ¿Quién dijo que la edad de oro de la ficción catódica ya había terminado?