El Cultural

Carnivale. Una cuestión de expectativas

20 enero, 2011 01:00

Uno de los grandes desafíos a los que se enfrenta cualquier serie de televisión es el de hacerse valedora de sus expectativas. No se debe prometer más de lo que se está dispuesto (o se puede) entregar. Ese fue el gran error de Lost, que para algunos seguidores fundamentalistas perdió toda su credibilidad en el último episodio, al no dar cuenta de todos los misterios que había ido esparciendo como si fueran muñecas rusas a lo largo de sus seis temporadas. En todo caso, no es justo juzgar una serie tan grande como Lost por lo que se dejó en el tintero, sino por lo que consiguió, que fue mucho.

En el caso de Carnivale (2033-2005), una serie de gran producción que dejó de producirse al finalizar de su segunda temporada, esa creación de expectativas es al mismo tiempo su razón de ser y su punto débil. Esta serie creada por Daniel Knauf, que transcurre durante los años de la depresión económica que siguieron al crack del 29 en el suroeste de Estados Unidos, y que tiene como protagonistas a la fauna de una feria ambulante de freaks -con el consiguiente desfile de videntes, gigantes y enanos, la mujer barbuda, el hombre goma, etc.-, ha alcanzado en poco tiempo un culto comparable a series como Twin Peaks o Deadwood. En verdad, comparte varios aspectos con ambas series. Al igual que la impresionante Deadwood, que se sumergía en la mugre y corrupción moral de los pioneros del Viejo Oeste, Carnivale fue clausurada por la HBO antes de su planeado final (si bien a diferencia de Deadwood, que quedó amputada en su punto climático, al final de la tercera temporada, Carnivale sí pudo desarrollar las líneas principales de su trama y otorgarles un desenlace, por más insatisfactorio que pueda parecer a algunos), debido a la baja audiencia de la serie, que exigía un espectador comprometido con la causa, a pesar de que el primer capítulo tuvo un récord de audiencia para el canal HBO. Y al igual que Twin Peaks, la serie de Knauf demostró que la televisión puede crear una mitología propia a partir del mundo onírico, cargada de calidad, detalle y de imaginación a raudales, tejiendo un tapiz narrativo y un corolario de personajes tan rico como el de una gran novela.

Si la mayoría de las series se preocupan por darle una unidad a cada episodio, Carnivale apostó por la lenta progresión de la historia, por arrojar piezas de un puzzle que se iba componiendo entrando en contradicción con la primera regla de la televisión: avanzar hacia delante. Como si fuera una película de 24 horas, los canónicos conceptos de presentación, nudo y desenlace del relato clásico (y pocos relatos pueden ser más clásicos que el de Carnivale) no se aplicaban a cada uno de los 24 episodios, sino a la serie concebida en su conjunto, de manera que en los primeros cinco capítulos asistimos a la exposición y en los dos últimos al desenlace, siendo todo lo demás parte del desarrollo, con su propio ritmo y sin forzar demasiado la máquina. La serie te atrapará primero por su atmósfera y después por todo lo demás.

El tema de Carnivale es tan viejo como el mundo: el conflicto entre al Bien y el Mal absolutos. Dos grandes historias, que beben de las Escrituras, avanzan en paralelo, dilatadamente, con impacto y un claro propósito. En un lado tenemos al bueno de Ben Kawkins (el inexpresivo Nick Stahl), quien al fallecer su madre entra a trabajar en el circo y empieza a descubrir que tiene un don para curar a la gente pero que no sabe controlar, pues para sanar debe extraer vida de su alrededor. El destino de Ben, que va descubriendo poco a poco, es hacer caso a esas visiones que no le dejan dormir para salvar el mundo del Mal. Éste procede del padre Justin Crowe (extraordinario Clancy Brown), quien en la superficie es un párroco de buenas intenciones, comprometido con las causas cristinas, pero que utiliza su parroquia para propagar el miedo y la destrucción, y que encuentra un perfecto aliado en la radio, el invento de la época, para reclutar todo un ejército. La criatura de la luz frente a la criatura de la oscuridad. Todo muy básico y expresado mediante una rica simbología, que avanza sin remisión al eterno choque entre el destino y el libre albedrío.

Alrededor de estos dos personajes principales pululan toda una serie de personajes de naturaleza extraordinaria. En el complejo drama creado por Knauf, uno de los grandes aciertos de la serie, es que todos los secundarios también tienen un destino, una misión que consumar, y aunque no sean más que comparsas en el gran enfrentamiento entre el Bien y el Mal (sí, son conceptos, pero uno de los grandes atractivos de Carnivale reside en cómo se las apaña para materializar esos conceptos tan esquivos de un modo tan transparente y verosímil... algo que también conecta la serie con Lost), en muchos casos sus desarrollos adquieren casi más interés que el de los dos protagonistas. Nos interesa mucho el enano Samson (el mismo enano fetiche de David Lynch en Twin Peaks, un actor verdaderamente extraordinario, de un carisma tan grande que trasciende su tamaño para llenar la pantalla), nos interesa el destino de Sofie (Clea DuVall), una vidente que vive bajo la sombra de su madre, postrada paralítica en la cama; nos interesa también cómo acabará el amor que surge entre el bueno de Jonesy (Tim Decay) y la stripper Libby (Carla Gallo); nos interesa hacia qué rumbos conducirá la trama la personalidad maquiavélica de la hermana del padre Justin, la enigmática Lila (Debra Christofferson)... Hay suficientes elementos en marcha, en definitiva, como para no caer en el desinterés.

Hemos dicho que esta serie requiere el compromiso del espectador, confiado en que su paciencia le será recompensada. En este punto, en la culminación de las expectativas, es donde la serie plantea más dudas y divide a los espectadores. Las historias pequeñas, las subtramas, funcionan a su manera, pero en la trama principal se van acumulando promesas y tensiones que no encuentran finalmente una recompensa satisfactoria. Rodrigo García, que dirige algunos capítulos, decide hilar las historias y terminar con la suspensión de diversas intrigas en el último episodio de la primera temporada encasquetando el tema principal de La delgada línea roja compuesto por Hans Zimmer, y para los amantes del cine de Terrence Malick ese recurso roza la herejía. El final de la segunda temporada trata de forzar en términos narrativos una posible continuación (la idea inicial era rodar una peculiar "trilogía novelada" en la que cada parte correspondería a dos temporadas), pero en realidad todo ya estaba dicho cuando la HBO decidió cortar por lo sano. En todo caso, por su extrañeza, su singularidad y también sus excesos, Carnivale bien merece la pena un vistazo para todos aquellos que buscan experiencias originales y ficción de calidad en la pequeña pantalla.