Zurbarán: Santa Marina, 1640-1650
Son 230 las obras de la Colección Carmen Thyssen-Bornemisza que, desde hoy, pueden verse en el Palacio de Villalón de Málaga. Obras maestras que recorren el siglo XIX español, con atención especial a la pintura andaluza. La magnífica Santa Marina de Zurbarán, instalada en la antigua capilla del edificio del siglo XVI, abre un recorrido con nombres tan emblemáticos como Lucas Velázquez, Fortuny, Beruete, Iturrino, Casas o Sorolla. La gran selección de pintores andaluces que reúne el Museo Carmen Thyssen Málaga muestra lo popular y lo pintoresco, el paisaje histórico y el costumbrismo de una época marcada por la diferencia de clases y la búsqueda de modernidad.
Palacio de Villalón
La colección Carmen Thyssen-Bornemisza que acaba de abrir sus puertas se ubica en el Palacio de Villalón, una antigua construcción del siglo XVI situada en pleno corazón del casco histórico. La recuperación del edificio ha resultado ejemplar y, por encima de la espectacularidad, ha primado la sobriedad y la adecuación al contexto. Además de haberse restaurado esta casa nobiliaria, una joya de la arquitectura doméstica malagueña que luce unos artesonados excepcionales, se le ha adosado una nueva planta estructurada en tres niveles que sirve para mostrar por orden cronológico el repertorio que se exhibe. La segunda sede la colección Thyssen-Bornemisza se centra en la pintura española del siglo XIX, con especial atención a la producción andaluza, una selección de piezas decimonónicas o de principios del siglo XX que fascinan especialmente a Carmen Thyssen, que siente predilección por este momento histórico. De su colección personal han viajado hasta Málaga 230 obras, de las que finalmente se muestran a los visitantes unas 160, recopilación que recorre un arco que va desde el Romanticismo hasta el Modernismo. El tiempo en el que se inscriben la mayoría de los trabajos abarca de manera aproximada una centuria (de 1830 a 1930) y se encuadra de modo emblemático entre dos de las figuras que han marcado la contemporaneidad, Goya y Picasso.
De manera peculiar y saliendo de lo que pretende ser su línea matriz, el recorrido se inicia con una sección aparte denominada "maestros antiguos", un prolegómeno que se ha colocado en la primitiva capilla palaciega por su contenido religioso y afinidad con el tiempo en el que fueron concebidos. Destaca en esta sala Santa Marina de Francisco de Zurbarán, un retrato magnífico donde la pose segura de la mártir romana transmite al mismo tiempo serenidad y dulzura.
Dentro de los grandes periodos artísticos recientes, el siglo XIX ha sido el más subestimado, especialmente en nuestro país, donde este género ha sido continuamente minusvalorado precisamente por su cercanía. Lo que para los extranjeros resultaba atractivo y exuberante, para nosotros no era más que tópicos y folclore, una visión sesgada que el nuevo centro pretende reconsiderar para colocar esta época en el lugar que le corresponde, entendiendo que representa, en esencia, muchos valores propios tanto de España como de Andalucía. Precisamente su directora María López, doctora en la materia, señala: "Vamos a recobrar un periodo crucial despojándolo de los prejuicios que lo han lastrado. Estamos en el momento adecuado y con la suficiente perspectiva para poder apreciar qué significaron estas obras."
Cuestión de gusto
Durante el siglo XIX se desarrollaron dos vertientes bien diferenciadas en nuestra pintura, una de carácter oficial que iba pareja a las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes y se correspondía con cuadros de gran formato que optaban por pasajes históricos, y otra de índole privada demandada por la creciente burguesía, que prefería tamaños más pequeños y escenas domésticas o cotidianas. La primera pertenece a un grupo que, en su mayor parte, puede contemplarse hoy en el Museo del Prado. La segunda, que copaba el mercado y se adaptaba a los gustos de las clases pudientes, tiene su refrendo exacto en el Museo Carmen Thyssen y guarda una memoria distinta de lo que fueron los cauces académicos, artistas que al margen de los circuitos ortodoxos elaboraron lenguajes más personales y genuinos.
El itinerario comienza en la planta baja con algunas vistas románticas y pinturas costumbristas. La pintura de paisajes carecía de tradición en nuestro país, por lo que tuvieron que tomarse como modelo referencias foráneas, sobre todo británicas, francesas y holandesas. Con el Romanticismo, la naturaleza se representa de manera hiperbólica y se tiende a lo sublime sin olvidar algunos detalles característicos. Es el caso de la Playa de Estepona realizada por Fritz Bamberger o las piezas de Jenaro Pérez Villamil. Frente a este sentimentalismo reacciona Carlos de Haes -del que encontramos más adelante excelentes ejemplos- postulando un paisaje realista sin implicaciones.
Sevilla fue el foco más importante de costumbrismo y, sin duda, la estampa más pintoresca a ojos de los viajeros románticos, que buscaban en ella una imagen de flamencos, gitanos, procesiones, toros, bandoleros y pormenores moriscos como quintaesencia de las costumbres andaluzas. Este cliché también caló en pintores locales como Manuel Cabral Aguado Bejarano o Joaquín Domínguez Bécquer, que hallan sus propias señas de identidad en estos estereotipos marcados desde fuera. De ambos artistas podemos ver momentos de la feria muy representativos. A la difusión y promoción de este género van a contribuir de manera fundamental los duques de Montpensier, que se establecen en Sevilla a mediados del siglo XIX. La pareja de cuadros que encargaron a Alfred Dehodencq para que interpretara la España religiosa y la profana es ilustrativa en este sentido.
Paisajes al natural La visita continúa en el primer piso con la pintura preciosista que se recrea en los efectos de luz y el virtuosismo de la pincelada, donde sobresalen la Corrida de Toros de Mariano Fortuny y una Ventana del Carnaval de Roma de José Benlliure. Abundan las escenas de interior (La Lectura o Travesuras de la modelo de Raimundo de Madrazo) o de la vida social, caso de Salida del baile de máscaras de José García Ramos. La segunda parte de esta planta está ocupada por cuadros de paisajes hechos del natural, donde proliferan marinas (reseñar las de Guillermo Gómez Gil), escenas campestres (una de las más atinadas es Invierno en Andalucía de Sánchez Perrier) y algunas vedute venecianas como el Ca d'Oro de José Moreno Carbonero.
La última parte del recorrido, en la segunda planta, quizás sea la más interesante, ya que incluye a los primeros artistas que empiezan a integrarse en la vanguardia internacional y tienen eco en el París finisecular, por entonces capital del arte mundial. Se abre esta sección con tres soberbias obras de Darío de Regoyos y continúa con Aureliano de Beruete, que pinta los campos y ciudades de Castilla. La escuela valenciana está representada en la colección de manera magnífica por Joaquín Sorolla (su Patio de casa es un ejemplo espléndido de su estilo luminoso), Ignacio Pinazo, Muñoz Degrain o Cecilio Pla. Artistas catalanes que vivían entre París y Barcelona como Anglada Camarasa o Ramón Casas también tienen su sitio en la colección. Una de las piezas de mayor protagonismo en esta sección final es La Buenaventura de Julio Romero de Torres, una pintura que ilustra su peculiar estilo simbolista. Dos mujeres de tez morena aparecen en primer término, mientras de fondo contemplamos episodios fabulados o arquitecturas de su Córdoba natal. El recorrido se cierra con un acertado colofón que alude a la España Negra que revelaron Ignacio Zuloaga y José Gutiérrez Solana.