Maria Isbert o la pasión española
Como a la mayoría de personas de mi generación, en mis 30, escribir sobre María Isbert me supone, sobre todo, hacer un esfuerzo por escudriñar en los rincones de mi memoria. Su rostro, tan común y lejano de lo que se supone que debe de ser una diva, permanece en la nebulosa de mis recuerdos de infancia, cuando esas películas españolas populares de los años 50, 60 e incluso 70 las pasaban por la televisión los domingos por la tarde y uno se quedaba embobado delante de la caja tonta escuchando esas voces de pito y viendo a esos personajes populares (la chacha, el bombero, el jubilado) que las series de televisión actuales siguen utilizando como si no hubiera pasado el tiempo. Además, María fue, como nos recuerdan todas las crónicas, la "eterna secundaria", y los secundarios, ya se sabe, están condenados a ser reconocidos por su fisonomía pero no por su nombre, son la sal de la receta, el condimento esencial para que el guiso funcione pero su labor suele quedar oscurecida por el brillo de las primeras figuras. Lo cual no quita que, muchas veces, sea cuando los vemos aparecer a ellos y no a las estrellas cuando dibujamos una sonrisa de reconocimiento que ahora se tiñe de simpatía nostálgica.
Isbert es el rostro y la piel de esa mujer española poco educada e ingenua, con un punto pícaro y aguerrido pero a la postre buenaza al fin y al cabo, encarnación un tanto machista del prototipo de tía soltera, encargada de las tareas del hogar y la compañía de los niños como en filmes como Recluta con niño (1956) o La gran familia (1962), dos títulos a los que debió buena parte de su popularidad en la época y que simbolizan a la perfección ese cine popular español de aquellos tiempos, tan sentimental como a ratos tontorrón, tan antiguo visto hoy en día en el que brillan niños repipis, madres abnegadas y padres atribulados, destinado a "toda la familia" y rehén muchas veces de la censura franquista y la adecuación a los vetustos valores del Movimiento. Un cine que, sin embargo, gozó del favor del público en mayor medida que el que se realiza ahora, cuya vocación masiva ayudó a perpetuar algunos de los peores clichés de la sociedad española pero que también tiene el encanto genuino de la pasión con la que se nota que estaban realizados, incluso la perspicacia de unos realizadores como Pedro Masó, Luis Lucía, Rafael Gil o Mariano Ozores a los, que vistos con perspectiva, uno imagina haciendo malabarismos entre lo que les pedía el cuerpo y les imponía la dictadura. Fueron tiempos duros, y María nos parece hoy tanto un icono como una víctima de los mismos.
Además de los mencionados, abundan en su filmografía películas de dudosa calidad cercanas al sainete y someramente críticas del sistema profundamente clasista de la época en el que las mujeres eran señoras o sirvientas, teniendo las primera el privilegio y el deber cristiano de parir a mansalva y las segundas la obligación de cargar con las peores consecuencias. Eso, cuando no reproducían el consabido cliché de la "buena chica de provincias" ansiosa por pescar marido. Muchas veces, los propios títulos son en sí mismos profundamente elocuentes: Sor Intrépida (1952), Villa Alegre (1958), Don José, Pepe y Pepito (1961), la serie televisiva Escuela de maridos (1963), La familia y... uno más (1965) o la icónica ¡Cómo está el servicio! (1968). En medio de estos títulos, las crónicas nos recuerdan sus dos mejores: Viridiana (1961) y El verdugo (1963), las dos grandes obras maestras de la época en las que Isbert ejercía como secundaria con carácter y daba fuerza a sus apariciones, interpretando de nuevo el papel de mujer rural poco cultivada que atesora la fuerza de la nobleza baturra. Muchas veces, debe decirse, actuó junto a su padre, el gran Pepe Isbert, interpretando, como en El verdugo, una de las parejas cómicas más singulares e inolvidables del cine nacional.
Espejo de la evolución del cine y la sociedad españolas, la Transición la abocó a títulos relacionados con el "destape" como aquella pionera No desearás al vecino del quinto (1970), que fue durante muchos años la película más taquillera del cine español y estaba a medio camino entre los peores clichés homófobos del franquismo y los nuevos tiempos que se vislumbraban. Le siguen películas con títulos tan característicos como La dudosa virilidad de Cristóbal (1977), El liguero mágico (1980) o El primer divorcio (1982). Su vejez, que confirió a su rostro una elegancia que probablemente siempre tuvo pero que el cine de la época se encargó de enmascarar para no sacarla de su papel prototipo, nos ofreció una nueva María Isbert más sofisticada y segura de sí misma en algunas de sus mejores películas, como las maravillosas El bosque animado (1987) o Amanece que no es poco (1989), incluyendo su portentosa y divertidísima caracterización como madre de Mortadelo en los títulos de la saga sobre los policías creados por Ibáñez. Muchas veces confinada en la televisión, donde apareció en infinitas series de los últimos años de Brigada Central a 7 vidas, allí María Isbert se dedicaba a hacer de María Isbert, esa abuela encantadora, suspicaz, con un corazón de oro y pico de oro que le granjeó de nuevo el cariño del público en sus últimos años. Trabajadora infatigable, su ejemplo y su entereza son el testimonio de una generación de actores, a los que se conocía como cómicos, que lucharon por su arte en unos años difíciles y tuvieron la audacia y la gracia de llegar al corazón de un público que nunca los olvidará.