El Cultural

Tronos en juego

6 mayo, 2011 02:00

Nunca he leído a George R. R. Martin. No conozco su saga de literatura fantástica medieval Canción de hielo y fuego, en la que se inspira la serie Juego de tronos, pero legiones de lectores por todo el planeta se han rendido a su mitología. Hablan de su complejidad, de su intensidad, de su gran imaginación, de cómo ha llevado el género que nació con J. R. R. Tolkien hasta nuevos territorios, distinguiéndose de tantos imitadores. Desde hace tiempo los fans especulaban con las posibilidades plásticas y dramáticas que ofrecía una adaptación cinematográfica de las novelas, que fusionan las atmósferas de poder, corrupción y crimen en un escenario similar al de la Tierra Media, con personajes de gran carisma y magnetismo. Tramas profusas y zigzagueantes, articuladas con tensión y astucia en el marco de una poderosa ambientación histórica. Sexo y sangre a raudales. Inteligencia y emoción. Pero lo por lo visto una película no podría ni de lejos hacer justicia a la riqueza y a la visión poliédrica del universo ficcional imaginado por George R. R. Martin. Acaso sólo una serie de televisión se acercaría. Y si, como es el caso, detrás de ella -de su concepción, sus guiones y su producción ejecutiva-, está el propio creador, entonces el éxito (no sólo espectatorial, sino artístico) parece asegurado.


Primer objetivo, cumplido: la audiencia en la HBO del primer episodio, titulado Se acerca el invierno (y que emite el lunes 9 de mayo Canal +), ha duplicado los niveles alcanzados por Boardwalk Empire, situándose por encima de los cuatro millones de espectadores en Estados Unidos (cifra nada despreciable para un canal de pago). El segundo objetivo, según algunos críticos norteamericanos que han visto un adelanto de los seis primeros episodios, parece que va por buen camino. Aunque la coletilla "obra maestra" está tan manoseada que ha perdido su significado, al menos hay que ponerse en guardia cuando se lee varias veces referidas al mismo acontecimiento y en distintos lugares. Consecuentemente, he visto los tres primeros capítulos. Desde el espectacular plano general de tres hombres a caballo cruzando una gigante puerta metálica incrustada en la base de una montaña, rodeados por un espectacular, interminable paisaje nevado, una palabra acudía una y otra vez a mi mente a lo largo los tres episodios: manierismo.

Esto no es necesariamente malo.

Desde hace tiempo, sobre los cimientos o las ruinas del clasicismo, la ficción norteamericana parece instalada en el efecto manierista, como si tuviera que convencerse a sí misma de que es posible darle una vuelta de tuerca más a los trayectos recorridos por la posmodernidad televisiva, de que se puede llegar más lejos en casi todo, en la forma y en el fondo y en sus necesarias conexiones. Los dispositivos de ficción no se agotan mientras haya mentes creadores capaces de añadir más y más capas de barniz a todos los elementos en juego. Una improbable fusión de Los Soprano y El señor de los anillos como no en vano reivindica ser Juego de tronos se presta a todo tipo de barroquismos visuales y fugas narrativas. Y están ahí, por supuesto, desde el minuto uno, antes incluso de la elaborada ‘intro' en 3D, que traza un mapa del territorio geográfico fabulado en que transcurre la serie, imprescindible para navegar por sus tramas. Los cuerpos mutilados, los seres espectrales, el paisajismo espectacular. Las mentes conspiratorias y los misterios oscuros. Los largos viajes y el esplendor clásico. La vileza moral, el lenguaje vulgar, el apunte incestuoso. La perfección escenográfica. La multiplicidad de personajes, el final sorpresivo y la postura cinematográfica de cada plano. Está, por supuesto, el sexo sin pudor, o el soft porn estilizado, perfectamente consciente de que antes de Juego de tronos han llegado Roma y Los Tudor y Espartaco, con sus propias vueltas de tuerca en materia sexual.

Mientras transcurren las protocolarias presentaciones de personajes y los diálogos explicativos, mientras las diversas dimensiones de la trama (parece haber dos continentes, con sus propios juegos de poder, destinados a colisionar en algún momento) van tomando forma, Juego de tronos se propone atrapar al espectador virgen (aquel para quien los reyes, princesas, soldados, enanos y criaturas fantásticas de la serie todavía no significan nada más que piezas de un tablero de juego) mediante las representaciones manieristas y la exhibición de recursos. No parece faltarle nada a Juego de tronos para convertirse en una gran teleserie, capaz de ganar tanto el prestigio crítico como las marcas de audiencia. Hay promesas de acción y de personajes legendarios, de misterios y batallas, de una mitología propia, y parece que ha superado el maniqueísmo moral del ultracatólico Tolkien -la lucha esquemática entre el Bien y el Mal-, si bien aquellos viejos valores del honor y la lealtad tienen ya en el primer capítulo un cierto protagonismo. A pesar de todos los antecedentes directos que sus creadores deben gestionar para que Juego de tronos no se convierta en una mera acumulación de lugares comunes, el terreno está abonado para que todo pueda crecer en la serie hacia territorios incógnitos. Incuso ya hay una promesa de segunda temporada, que adaptaría la segunda novela, Choque de reyes. Y el autor promete que serán siete temporadas para siete novelas en desarrollo (de momento se han publicado cuatro). Todo sea que la HBO no se vea obligada a la cancelación antes de su final frente a la imposibilidad de sostener una producción tan cara y sofisticada, como desgraciadamente ocurrió con Deadwood o Carnivale.