Era de esperar que Peter Sellars (Pensilvania, Estados Unidos, 1957) fuera convocado más pronto que tarde en el Teatro Real de Madrid. Su montaje de San Francisco de Asís en 1992 precipitó algo así como una nueva era operística y sirvió de tarjeta de presentación a Gerard Mortier como sucesor de Herbert von Karajan al frente del Festival de Salzburgo. “Olivier Messiaen murió sólo unos meses antes del estreno -recuerda Sellars en su cita con El Cultural- pero creo que habría quedado muy satisfecho con lo que hicimos”. Empezaba así la cruzada de Mortier contra los “yuppies de la ópera que se pasan el tiempo mirando el reloj”. Poco podía hacer el sector más conservador del festival ante la estampa de la viuda del compositor fundida en un abrazo con Sellars sobre el escenario. “Fue muy emocionante...”.
Sellars y Mortier se habían conocido diez años antes en Nueva York, durante unas conferencias en torno al centenario del Metropolitan en 1983. Quedaban unos meses para que al irreverente director de 26 años le confiaran el futuro del American National Theater. “Por entonces la gente me consideraba un enfant terrible. Y supongo que por eso me citaron para dar una charla a las nueve de la mañana el día después al estreno de Los troyanos. Nada de lo que he dicho en mi vida ha tenido tanto eco... ¡La sala estaba vacía!”, cuenta entre risas.
Por la tarde Sellars se dejó caer por la conferencia que ofrecía el entonces director de La Monnaie de Bruselas. “Gestores, directores, artistas... todos hablaban de suscripciones, de abonos y de venta de entradas. Pero Mortier encendió el micrófono y dijo: ‘Señores, la ópera no tiene nada que ver con cifras. Nuestra misión consiste en enseñar a la gente a respirar'. ¡Dios mío, este hombre es un poeta!, pensé”. Luego, Mortier apuró los últimos minutos comentando las palabras que un joven había pronunciado unas horas antes desde esa misma silla. “¿Puede creerlo? ¡Fue una de las cuatro personas que habían madrugado para escucharme!”.
La última vez que coincidieron fue hace seis años en la Ópera de la Bastilla a propósito de una nueva producción de Tristán e Isolda de Wagner aliñada con cuatro horas de proyecciones del artista Bill Viola. En uno de los ensayos Sellars le comentó a Mortier que llevaba años tratando de conjugar Iolanta de Tchaikovsky y Perséphone de Stravinsky en “un mismo concepto escénico que permitiera vincular a dos compositores aparentemente irreconciliables”. El gestor belga tomó nota y ha esperado a su primera temporada de plenos poderes en Madrid para dar carta blanca a la idea. El experimento, que controlará desde el foso Teodor Currentzis, consiste en perséphonizar a Tchaikovsky e iolantizar a Stravinsky en un juego reconciliador de espejos y simetrías que indagan más allá de las diferencias estéticas. “Demostraré que existe un hilo conductor que nos lleva de uno a otro”.
Así lo creen muchos de sus biógrafos, que aseguran que, a pesar de las cuatro décadas que separan los nacimientos de ambos compositores, un jovencísimo Stravinsky acudió en 1893, de la mano de su padre, al estreno de la Sexta sinfonía, la Patética, que dirigió en San Petersburgo el propio Tchaikovsky. “No llegaron a conocerse personalmente, pero aquella explosión de dolor, nueve días antes de la muerte de Tchaikovsky, marcaría para siempre la música de Stravinsky. Estoy seguro”.
Tanto si se trata de actualizar Theodora de Händel como de saldar la cuenta pendiente del Met con John Adams y recuperar Nixon en China, Sellars luce siempre el mismo look, que en su caso es también una forma de mirar al mundo. “No es pelo de susto, sino peinado de sorpresa”, suelta en una carcajada. “Y espero seguir sorprendiéndome por las cosas hasta el último día”.
-Háblenos del primer día. ¿Recuerda su experiencia operística más temprana?
-Recuerdo que durante mucho tiempo los discos me ayudaron a ejercitar la imaginación. No pisaba un teatro, pero poco a poco iba creando un catálogo propio de montajes, como castillos en el aire para los que no existían límites ni presupuestos. Quizá por eso cuando viví mi primera ópera en directo eché en falta cierto engranaje psicológico y, sobre todo, el contacto físico con la música. La ópera es una experiencia epidérmica que ha de entrar por los poros.
-¿Lo mismo que en el teatro?
-El teatro y la ópera son elementos opuestos. El primero nos conmueve a medida que se van produciendo los acontecimientos. En ese sentido, se parece mucho a los deportes, porque nunca sabes el resultado emocional que te depara. En la ópera conocemos de antemano el desenlace. No se trata tanto de qué sucederá sino de cómo lo hará. Es una experiencia única e irrepetible. Por eso no basta con hacer las cosas correctamente.
El factor humano
-¿Se refiere al factor público?
-Me refiero al factor humano. No se puede generalizar sobre el público. Ya no. Lo mejor del público del siglo XXI es que ha renunciado a su condición de masa. Ha dejado de ser un ente colectivo al que hay que satisfacer para convertirse en una suma de cientos de personas que piensan y sienten diferente. Eso es maravilloso. Porque ahora de lo que se trata no es de convencer sino de involucrar. Entre el aplauso y el enfado, siempre preferiré la pataleta.
-Sus montajes combinan hábilmente las tradiciones europea y norteamericana. ¿En qué consiste la brecha transatlántica?
-La teoría nos dice que Norteamérica estuvo influida por la Europa ilustrada y que Europa está hoy excesivamente expuesta a nuestras directrices, culturas y políticas. En la práctica, los teatros europeos siguen apoyando y financiando a los artistas, a pesar de las dificultades. En Estados Unidos hay que gritar mucho para que alguien llegue a escucharte. Es más complejo pero también más estimulante. Y así las casas de ópera europeas siguen teniendo algo de acto social, de ágora en el corazón de las ciudades, mientras que en EEUU prima la idea de espectáculo. Es un privilegio poder trabajar en los dos sitios.
Pero Sellars no se mueve sólo entre bambalinas. También tiene un despacho en la Universidad de California, donde imparte clases sobre el Mundo de las artes y de la cultura. “Lo que trato de enseñar a mis alumnos es que somos parte de una alquimia y que existe una química del pensamiento. Que el arte puede ser un vehículo para la reflexión. Que existe una función social en cada libreto. Y que, sí, las cosas pueden cambiar después de escuchar a Messiaen”. En julio, volverá a cruzar el charco para ocuparse de la puesta en escena de Ainadamar, primera ópera del compositor argentino Osvaldo Golijov, que servirá de cierre de la temporada del Teatro Real. Más adelante, Mortier tiene intención de reponer la producción de Tristán e Isolda con Bill Viola y recuperar el montaje que Sellaras concibió para el estreno de Adriana Mater de la compositora finlandesa Kaija Saariaho.
Ainadamar, que en árabe quiere decir fuente de lágrimas y que hace alusión al lugar de Granada donde fue fusilado Lorca, cuenta en flashback la historia del poeta a través de los recuerdos de su actriz y musa Margarita Xirgu. “Se trata de un homenaje a la memoria colectiva y universal de Lorca”. El joven director Alejo Pérez guiará a la Sinfónica de Madrid a lo largo de una partitura que “invoca los sonidos olvidados por la tradición europea tras la Segunda Guerra Mundial”.
Mozart en Harlem
-Mozart le ha dado mucho juego. Ha convertido Così fan tutte en una cena en Cape Cod, montado Las bodas de Fígaro en un apartamento de la Trump Tower y paseado a Don Giovanni por Harlem. ¿Cuánto queda de aquel enfant terrible?
-Nunca he tratado de ser polémico, sino consecuente con lo que pienso y siento. El resultado puede ser más o menos acertado, pero siempre sincero. Pienso qué me gustaría ver como espectador y luego trato de materializarlo. El problema es la expectación que precede al montaje. Si no encaja con lo que esperaban ver, muchos se enfadan y cargan las tintas.
-Hubo un tiempo en que los reyes de la ópera eran los divos. Luego fueron los directores y ahora les toca a los directores de escena. ¿Siente que tiene la sartén por el mango?
-Nunca he concebido mi trabajo en términos de poder. Afortunadamente lo que yo hago no se parece a la política. El teatro y la ópera conservan las esencias de esa democracia que se tambalea y corrompe fuera. En Italia, en Holanda y también en Estados Unidos. Me gusta pensar que el intercambio de ideas que acontece durante los ensayos es una puesta a punto de los valores democráticos. El absolutismo, ya sea escénico o musical, no ha entrado nunca en mis esquemas.
-Y en esa búsqueda de las esencias, ¿no cree que se han sofisticado en exceso algunas producciones operísticas?
-La ostentación escénica y la extravagancia conceptual son, dadas las circunstancias, un insulto a las víctimas de la crisis. Yo no puedo llegar al Real, donde sé que en el último año los trabajadores han sufrido recortes, y exigir ciertos lujos. Tampoco el espectador puede tener la sensación de que se está derrochando el dinero. Ya no. Ahora los artistas estamos llamados a ser mucho más imaginativos, resolutivos y elocuentes que nunca. En Ainadamar, por ejemplo, [el artista californiano] Gronk demuestra que la idea más poderosa suele ser la más simple. Todo está pintado y evocado. Cualquiera que lea El espacio vacío de Peter Brook entenderá que el lugar donde nacen las ideas no es físico y no tiene que ver con los decorados. Lo que urge amueblar son las cabezas.