En pocos autores como José María Merino (La Coruña, 1941) se da tan marcada la bipolaridad entre el novelista y el cuentista. Esa doble vertiente encuentra su fusión más profunda en El libro de las horas contadas (Alfaguara), un volumen en que deslindar ambos géneros resulta una tarea más que dificultosa (o directamente innecesaria). Podría decirse que estamos ante una novela conformada por una sucesión de relatos. O justo lo contrario: una serie de cuentos que dan cuerpo a una novela. El ingenio parte de una trama sencilla: Pedro, un abogado de mediana edad, purga sus miedos ante una intervención quirúrgica arriesgada escribiendo breves narraciones. Así atempera el temor, al tiempo que evoca los momentos culminantes de su adolescencia, da rienda suelta a su procelosa imaginación e intenta encerrar en el folio el caos de sus sueños. Merino en estado puro.
Pregunta.- ¿Cómo describiría su artefacto narrativo, una suerte de novela compuesta de relatos?
Respuesta.- Tiene un carácter doble: es una novela escrita desde la perspectiva novelista. Y un libro de cuentos escrito desde la perspectiva de un cuentista. Ese es el juego que he pretendido desarrollar: aproximarme a la novela desde los cuentos y viceversa.
P.- La trama le puede preocupar a sus amistades y seres queridos. No hay nada autobiográfico en ella, ¿no?
R.- La melancolía de los veranos de la adolescencia y juventud es mía, desde luego. Es algo que me lo da la edad que ya tengo: mi memoria está muy cargada a estas alturas. Pero todo lo demás es ficción.
P.- Bueno, me alegro. Pero ¿cree que si se viera en una tesitura similar a la de Pedro reaccionaría como él: escribiendo y escribiendo?
R.- Pues ojalá una circunstancia así no me haga perder el pulso de la escritura. Yo quisiera morir como Ricardo Gullón. Con ochenta años se iba de viaje a lugares tan remotos como Los Ángeles. Los amigos le decíamos: "¿Pero adónde vas?". Y él nos respondía siempre: "Yo quiero morir con las botas puestas".
P.- Y morir con las botas puestas para usted es seguir porraceando el teclado, ¿no?
R.- Sí, seguir dándole vueltas en mi cabeza a historias y posibles tramas. Es que no hay un placer comparable al de escribir un libro. Ver cómo se cristaliza un sueño, una invención que nunca antes ha existido. Es algo parecido a la magia.
P.- ¿Y de verdad piensa que escribir puede atemperar nuestros miedos?
R.- La realidad tiende al caos y no necesita ser verosímil. En cambio la literatura sí. Ese es su sentido. Y la verosimilitud nos ayuda a tranquilizar nuestras zonas de sombra y de inquietud. Al escribir uno empieza a entender mejor muchas cosas, y, así, también puede reconciliarse mejor con ellas.
P.- Pero usted en este libro tan fragmentario, tan caprichoso, más que ordenar la realidad, intenta reflejar esa naturaleza caótica...
R.- Ahí está la gracia de la literatura: ordena y hace comprensible caóticamente el caos de la vida. Lo que pasa por la cabeza del protagonista se convierte en microrelatos, microrelatos que forman una estructura. Lo caótico de sus pensamientos le da un sentido a ese caos que en un principio no tenía.
P.- ¿Y no le han confundido nunca con un nocillero? Por lo de fragmentario, digo.
R.- Yo ya no tengo edad para eso. Y, además, un libro de cuentos es fragmentario por naturaleza.
P.- El primer capítulo o el primer cuento, según se mire, se lo dedica a Ricardo Senabre y confiesa que es el "embrión" de todo el libro.
R.- Sí, me pidieron que participara en un homenaje a él escribiendo algo. Decidí aportar lo que mejor creo que hago, así que escribí un cuento. Cuando estaba preparando un nuevo libro, que iba a incluir mis últimos cuentos inéditos, quise integrar a éste también. Pero algo raro pasó. Uno de esos misterios de la literatura. El cuento se resistía a entrar en el libro. Entonces me di cuenta de que era la puerta de algo, y a partir de él escribí El libro de las horas contadas.