Josep Carreras y Màrius Carol. Foto: Genís Muñoz
1 Debut en La Scala con el vestuario de Giuseppe di Stefano
El tenor siciliano vivía en el primer piso de un inmueble señorial, en el número 2 de la via degli Omenoni.Era un apartamento espacioso, sobrio y elegante,con una decoración contenida y muebles clásicos, que Di Stefano compartía con su esposa Maria, una atractiva estadounidense, y los hijos del matrimonio. El salón, con grandes sofás de color blanco, disponía de un piano; apenas había referencias a la dilatada carrera del tenor,más allá de un par de carteles de unas primeras funciones en México o Estados Unidos, un disco de oro y unos pocos galardones seleccionados. Al tenor le obsesionaba que la casa pudiera parecer un templo a mayor gloria suya, cuando en realidad era el ámbito dedicado a su familia, por la que sentía verdadera devoción.
Cuando Di Stefano le abrió la puerta, le saludó exultante. Le ayudó a quitarse el abrigo y la bufanda, y le cogió por el hombro amistosamente para presentarle a su parentela.Carreras siempre recuerda la cordialidad con que le trató («por favor, llámame Pippo»), de la misma manera que conserva la memoria gustativa de los spaghetti al pomodoro e basilico que le sirvió en la mesa,mientras descorchaba un vino piamontés que podía revivir a un muerto.Durante el almuerzo charlaron animadamente como si fueran dos viejos amigos. Desde que cruzó el umbral de la puerta se sintió inesperadamente cómodo, por lo que a la hora del café no tuvo reparos en pedirle consejo sobre un asunto que le tenía obsesionado: una de las primeras frases que pronuncia el personaje de Riccardo en Un ballo in maschera es aquella que dice «amici miei... soldati. E voi del par diletti a me», y Carreras no estaba satisfecho de cómo le salía la nota «del par». Di Stefano lo escuchó con atención, como el médico que atiende a un paciente preocupado por su dolencia y, cuando hubo concluido, esbozó una sonrisa antes de responderle: «No tienes que preocuparte, Josep. ¿Sabes por qué? Porque esta nota nunca sale bien». Di Stefano podría haberle dado un consejo de maestro a discípulo, podría haberle sugerido que debía concentrarse en llevar el sonido a lamáscara, impulsando la voz desde el diafragma e imaginando que ésta no salía por la boca sino por la nuca, y Carreras hubiera quedado fascinado. Un poco más incluso que antes de entrar en el apartamento. Pero él prefirió quitarle hierro al asunto,dar confianza al colega, tratarle como una figura de la ópera que sabría encontrar la solución a su problema, sabiendo que lo peor que puede ocurrirle a un cantante es obsesionarse con una nota por complicada que ésta sea o pueda resultarle.Di Stefano era también un maestro en las relaciones personales.
Debía de tener once años cuando me compraron un tocadiscos, un Kolster Dualette en forma de maletín, que mis padres adquirieron en una tienda de electrodomésticos de la calle Pelayo, en Barcelona. Uno de mis primeros discos fue un elepé de 33 revoluciones, del sello La voz de su amo, con una selección de canciones napolitanas interpretadas por Giuseppe di Stefano, que incluía cinco temas por cara, entre las que figuraban «Osole mio»,«Core 'ngrato»,«Torna a Surriento» o «Santa Lucia».Lo ponía a todas horas,porque me entusiasmaba el sentimiento con que cantaba.Cinco años después, pude escuchar a Di Stefano en el Liceu representando el papel de Riccardo en Un ballo in maschera, que me deslumbró no sólo por la manera en que cantaba sino por cómo sabía ponerse en la piel del personaje.Desde aquel día,mi admiración sólo hizo que aumentar: en los años en que estudiaba con el maestro Jaime Francisco Puig, que había dado clases a JaumeAragall,me gustaba oír en casa nuevas grabaciones del tenor de Catania, que escuchaba con delectación mientras pensaba en cómo se expresaría en el escenario. En 1971, me presenté al Concurso deVocesVerdianas de Parma animado por Giuseppe de Tomasi, que era director de escena del Nabucco de Verdi (producción del Liceu de 1970), y Lluís Andreu, por entonces adjunto al director del mismo teatro y que incluso me acompañó para darme seguridad.Tuve la suerte de ganar, pero además tuve también la fortuna de que alguien hubiera recomendado a Di Stefano que fuese a la sesión final, porque había un joven tenor barcelonés cuya voz recordaba increíblemente a la suya en sus comienzos en la ópera. Cuando antes de esta última jornada la organización nos informó de que el maestro se encontraba en Parma y que nos saludaría y nos dirigiría unas palabras,me puse aún más nervioso: la camisa no me tocaba el cuerpo.Eran demasiadas emociones para tan pocas horas.El azar quiso que cantara el aria de Riccardo que le había visto interpretar en el Liceu y con la que cuatro años después debutaría en La Scala de Milán, donde de nuevo iba a estar mi ídolo en el patio de butacas. Fue excitante verle bajar de su impresionante Rolls-Royce, darle la mano, tembloroso, y escuchar su voz para animarme. No me pareció un divo en el sentido negativo de la palabra. No vi en él a un personaje altivo, arrogante o endiosado; al contrario, tuve la sensación de estar ante un individuo afable, asequible y cercano.Recuerdo que me dijo que con mi voz y mi manera de cantar podía llegar muy lejos, aunque me advirtió que siempre sería indispensable una cosa: «tieni duro», es decir, «ten determinación».
Dos días antes del estreno de Un ballo in maschera en La Scala se llevó a cabo el ensayo general, al que acudió Di Stefano. La nota «del par» salió correctamente y Carreras llegó al final del primer acto más que satisfecho. Sin embargo, una llamada inesperada a la puerta de su camerino le cambió la cara. Allí estaba Pippo, con semblante serio.Temió que no le hubiera gustado este principio del papel para el que no había querido aportar ningún consejo. Pero la cuestión era otra muy distinta: «Josep, tu no puedes debutar en La Scala con este traje de Riccardo. ¿No ves qué pinta tienes? ¡Pero si pareces el muñeco deMichelin!».Carreras se excusó:era el vestido que le habían entregado en el teatro.No había otro. Lo habían hecho a la medida de Giorgio Merighi, que medía un palmo más y pesaba cien quilos. El sastre había intentado meterle un poco de ropa de aquí y de allá, acortándole el pantalón, pero aun así se le veía desastrado. ¿Qué se suponía que debía hacer? Di Stefano le vio apurado, así que le dijo que no se preocupara. «Vuelve mañana a casa y veremos si encontramos algo más digno.» Así lo hizo y esta vez Pippo se lo llevó directamente a su vestidor. El espacio era espectacular, pues colgaban a la vista cincuenta (¿o quizá eran sesenta?) trajes a medida de todos los personajes que había interpretado a lo largo de su dilatada carrera. Como si supiera el orden en que estaban colocados, se dirigió a un rincón y sacó triunfante la percha con el vestido de Riccardo. «Ésta es la indumentaria que tienes que llevar mañana.» Carreras se quedó mirando el traje pulcramente conservado y sólo acertó a decir: «Gracias, muchas gracias, maestro».
Que el tenor al que quería parecerme desde niño me animara antes del concurso de canto de Parma me dejó sin palabras, que cuatro años después me cediera el traje con que había cantado en 1957 en La Scala, con Maria Callas, me llenó de satisfacción. Por cierto, en Parma gané interpretando, entre otras, una de las arias de Un ballo..., pero enMilán iba a interpretar toda la ópera en el mejor de los escenarios. No podía creer lo que estaba pasándome. El teatro milanés era la meta de mis sueños; debutar al lado de Montserrat Caballé resultaba un lujo, y que Giuseppe di Stefano me apadrinara suponía tocar el cielo.Tengo grabada esta fecha: el 13 de febrero de 1975.Era consciente de que estaba obligado a dar el máximo de mí, pero no tenía claro si ello iba a resultar suficiente para un público tan entendido y exigente.Yo era un joven tenor que el año anterior había debutado en tres grandes teatros como la Staatsoper de Viena, con el duque de Rigoletto; el Covent Garden de Londres, con elAlfredo de LaTraviata, y el Metropolitan de NuevaYork, con el Cavaradossi de Tosca.Pero La Scala era algo especial y por aquellos días todavía más. En el primer ensayo con la orquesta, cuando los músicos me aplaudieron después de interpretar la primera romanza, me sentí más seguro.Recuerdo que el día de mi debut el público arrancó en aplausos al concluir el aria de salida.Y la maldita nota «del par» salió bien. Así que los nervios empezaron a abandonarme casi sin darme cuenta y empecé a ser consciente de que aquélla podía ser mi gran noche.El milanés no es un público fácil y suele ser especialmente crítico con aquellos papeles que parecen haber sido escritos para tenores italianos, pero nada de eso ocurrió, afortunadamente. Después de las frases previas al último cuadro, cuando Riccardo se enardece ante la perspectiva de volver a ver a su amada Amelia, los bravos espontáneos del público impidieron por unos momentos escuchar a la orquesta y me sentí extraordinariamente feliz. La actuación de aquel día constituyó un éxito como nunca antes había conocido. Las críticas fueron igualmente entusiásticas; la verdad es que me abrumó leer lo que decían de mí.Y lo curioso es que también hacían mención al traje de Di Stefano que llevaba, porque se corrió la voz no sólo entre los expertos sino también entre el público de que el tenor me lo había prestado para la ocasión,y hubo quien vio en ello algo premonitorio, como un amuleto de la buena suerte. A partir de aquel triunfo, se me abrieron nuevos caminos que iban a conducir mi carrera hacia nuevos horizontes.Por ejemplo, pude trabajar con el que era uno de los grandes mitos musicales del siglo XX, el maestro Herbert von Karajan.
Su triunfo en La Scala se repitió las cinco noches en que cantó durante aquel mes de febrero.El día del estreno estaban en el patio de butacas André vonMattoni, secretario personal de Karajan, y Peter Busse, su asistente de dirección, quienes quedaron asombrados por la actuación deCarreras y no dudaron en llamar almaestro austríaco para comentarle lamagnífica impresión que les había causado el joven tenor catalán, sugiriéndole que lo escuchara cuando tuviera oportunidad. Karajan era un hombre que tenía confianza ciega en su equipo,y unos meses después su mánager Emil Jucker preguntó a Carlos Caballé,que llevaba los asuntos profesionales de Carreras, si disponía de fechas libres en abril de 1976, porque al célebre director le gustaría que interpretara la parte del tenor de la Messa da requiem, de Verdi, en el Festival de Pascua de Salzburgo.
Me sentí eufórico con aquella oferta.Después de haber debutado en La Scala, nada podía hacerme más feliz que la posibilidad de ser dirigido por Herbert von Karajan.La oferta no se circunscribía sólo al Réquiem, sino que incluía interpretar,meses más tarde, el papel del príncipe del Don Carlo, deVerdi.De nuevo viví un momento soñado. Cuando veinte minutos antes del ensayo con orquesta de la misa pude saludarle,me impresionó su mirada azul, intensísima, brillante. «Espero que sepa perfectamente la partitura»,me dijo.Le respondí que sí, intimidado.A mi derecha tenía al barítono José van Dam, el otro solista masculino, a mi izquierda las cantantes femeninas, que eran la soprano Montserrat Caballé y la mezzo Fiorenza Cossotto. Detrás estaba el coro y delante la Filarmónica de Berlín al completo. ¡Pero Karajan se encontraba allí delante, a apenas un metro de distancia, y el tenor es el primero en cantar en el Réquiem! Si el día de La Scala sentía mariposas en el estómago,aquel día en Salzburgo debía de tener un enjambre de abejas.No sabía exactamente qué pretendía de mí, y allí estaba yo ante aquel mito viviente, que me resultaba lo más parecido a Dios. La tensión que me invadía era brutal.