El Cultural

Profanaciones del 'western'

15 noviembre, 2011 01:00
Ante el estreno del piloto 'Hell on Wheels', echamos la vista atrás para recordar una de las grandes obras maestras de la HBO, 'Deadwood', cuya cancelación amputó de súbito la electrificante creatividad del mejor western televisivo de todos los tiempos.

Tentado por varias recomendaciones y por mi debilidad por todo lo que huela a western, he visto el piloto de Hell on Wheels (AMC). Mi escepticismo esta vez no ha sido en vano. Es cierto que todavía es pronto para juzgar la serie creada por Joe y Tony Gayton, pero su aspecto aséptico, extremadamente higiénico, sus formas y narrativa más bien canónicas y su tratamiento clásico de la figura heroica -situada en 1860, el centro de la trama es el soldado confederado Cullen Bohannan, que al final de la Guerrra de Secesión se suma a la construcción del ferrocarril en busca de venganza-, no ofrecen demasiadas esperanzas sobre las posibilidades "transgresoras" de la serie.

Deadwood puso el listón muy alto. Mientras el cine ha preferido regresar al western bajo el sentimiento de liturgia, buscando la ritualización y abarcando la dimensión trágica de los mitos -El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), de Andrew Dominik-, la televisiva Deadwood (David Milch, 2004-2006) quiso mirar de frente al género por excelencia del cine americano, conjugando con el cinismo, las formas y el hiperrealismo del presente los contenidos y leyendas del pasado.

El asesinato de Wild Hicock (David Carradine) nos sobresaltó apenas en el cuarto episodio de la serie, y comprendimos entonces que en la televisión no había lugar para liturgias y mitos. De hecho, el gran interés de Deadwood residía en sus profanaciones. Campamento fronterizo situado en Dakota del Sur, donde en 1867 todavía no había llegado la ley y se estima que el 90% de las mujeres locales eran prostitutas, en Deadwood se ocultaba una malhablada y alcohólica Jane Calamity (Robin Weigert) que quedaba muy lejos de la dulzura romántica de Jean Arthur en Bufalo Bill (The Plainsman, 1936), de Cecil B. DeMille.

Personajes históricos como el magnate George Hearst (Gerald McRaney) o el incorruptible sheriff Seth Bullock (Timothy Olyphant) también tenían papel central en una serie que se tomaba el pasado de su país muy en serio. Pero el foco estaba puesto en una vasta galería de personajes completamente ficticios en cuyos códigos morales identificamos los cimientos de la América que hoy conocemos. El paisaje geográfico y humano de Deadwood, cuya oscuridad y aspereza la hermanaba en cierto modo con Los vividores (1971) de Robert Altman, emergía como el microcosmos de una nación recién nacida.

Sabemos que el western, más allá de su época y su lugar, es una poética. En Deadwood, la expresión "salvaje oeste" dejó de ser una mera etiqueta con la que dar nombre a una abstracción. La gran ambición de su creador David Milch pasaba por hacer descender al barro esa poética construida sobre sentimientos puros y nobles, y mostrar la vida de los colonos americanos en toda su crudeza, brutal y sucia, una fuerza desbocada en la que la ley y el orden apenas podían abrirse paso en un pastizal de abierta corrupción y violencia.

En Deadwood, donde entraban en juego todas las grandes cuestiones americanas (desde el libre mercado a la libertad de prensa, pasando por el racismo, el puritanismo, la sanidad privada o la noción del héroe), convivían las tipologías más recurrentes del género con personajes totalmente insólitos en un western, como por ejemplo Mr. Wu, líder de una comunidad de chinos que hacía desaparecer los cadáveres echándolos como pasto a su piara de cerdos. Pero el día a día de Deadwood pasaba por los designios del propietario del saloon Gem, Al Swearengen (Ian McShane), un personaje irresistible que parecía haber crecido en las malas calles de Nueva York. Su enfrentamiento con Cy Tolliver (Powers Boothe), quien construía su propio prostíbulo frente al de Al, marcaba la lucha de poderes de la serie, recorrida por toda suerte de alianzas, traiciones y astutas maniobras, hasta que en su tramo final se topaba con la ambición de Hearst, determinado a hacerse dueño de la ciudad a cualquier precio.


Un fotograma de Deadwood


Pero en Deadwood apenas había duelos, tiroteos, peleas de bar o crepusculares galopadas por el desierto. No era una serie de acción (como parece que lo será Hell on Wheels), sino de palabra. La imagen cedía su terreno a lo teatral y literario. Había una grandeza shakesperiana en los trabajadísimos guiones que derivaba en un vocabulario florido, electrificado por el humor, las blasfemias y la lógica retorcida. En la segunda temporada, el peso otorgado a la palabra y a la exhibición de los actores (realmente abrumadora) llegó hasta tal punto que el arco narrativo y las subtramas de cada episodio, aunque elaboradas con precisión, se perdían a veces bajo la amplitud de sus ropajes. Pero el contexto, singular y épico, ejercía el mayor de los magnetismos.

A lo largo de los 36 capítulos (de 50 minutos aprox.) divididos en tres tempradas, pudimos habitar Deadwood y conocer a sus vecinos, asistir in situ a todas las fases de un poblado ilegal que, bajo los designios de la propiedad privada, se transforma en una ciudad de los Estados Unidos de América: las minas de oro, las casuchas y cobertizos, las tiendas, la iglesia, la imprenta y el telégrafo, el banco, los bomberos, la escuela, la celebración de elecciones... Ante el vértigo de los cambios, el brazo fuerte de Swearengen exclamaba: "Estamos incorporándonos a América. Y está podrida de mentiras, de chantajes, de 'chupapollas' de los que no te puedes fiar...".

Abarrotando los guiones de obscenidades, Milch llevó la televisión a unos niveles de tolerancia hasta entonces desconocidos. La violencia oral manifestaba la latente violencia física que, muy de vez en cuando, se desataba en la serie. En Deadwood cabía tanto un capítulo que terminaba con una felación (28. La negocación) como un enfrentamiento físico brutal, impactante incluso para los espectadores más inmunizados frente a la violencia (29. Una bestia de dos cabezas). Auténticas respiraciones del salvaje oeste.

Desgraciadamente, la HBO canceló la serie al finalizar la tercera temporada. Y no porque no pudiera dar más de sí, sino por los dictatoriales intereses crematísticos de siempre. Las audiencias mandan. Con la promesa (incumplida) de un largometraje que pudiera hacer justicia al anti-climático final de la serie, Deadwood se desmanteló en 2006, justo cuando los guionistas habían encontrado el equilibrio en los diálogos, el ritmo de los capítulos, cuando los personajes y sus actores parecían haber conquistado el tono preciso.

Episodios como el 26 y el 32 (No soy el hombre que piensas y Una situación ventajosa) comenzaban a revelar en todas sus dimensiones la grandeza de lo que David Milch había construido a lo largo de tres años. Al contrario que otras series consumadas como The Wire, Los Soprano o A dos metros bajo tierra, a Deadwood no le dejaron tocar su techo. El último capítulo terminaba con la promesa en el aire de un cierre indispensable en forma de cuarta remesa. Pero apagaron las luces cuando el sonido de las balas estaba a punto de ensordecer la ciudad.