La escritura de Erri De Luca (Nápoles, 1950) es volver. Volver a las diversas etapas que configuran su propia vida. Son muchas y variadas. En este hombre de fibra rígida y rostro seco pero amable caben muchos hombres. El escritor tardío que arrasa en Italia y Francia, ensalzado por la crítica de su país: dicen que es el más importante de la última década allí. El operario fabril de la Fiat, al que se le llenaban las palmas de las manos de virutas de hierro y luego se le pegaban los imanes. El albañil que ha levantado su casa con esas mismas manos curtidas, en el campo, a 50 kilómetros de Roma. El militante de extrema izquierda (era el responsable de seguridad de Lotta Continua en los años de plomo de la historia italiana) que pretendía derrocar a la anquilosada Democracia Cristiana del camaleón Andreotti. El camionero que abastecía de víveres a la población serbia bombardeada por la OTAN. El escalador que va a la montaña a conocerse y aislarse. El traductor de la Biblia directamente del hebreo al italiano. Y el hombre que tenemos delante en este hotel madrileño donde recibe a elcultural.es, con sus ropas sencillas que no buscan remarcar ni proyectar nada más allá de su propia sobriedad. De su propia esencia tercamente humana.
Todos esos hombres, tan hombres todos ellos, salieron, sin embargo, de un niño, el que protagoniza su última novela, Los peces no cierran los ojos (Seix Barral). El pequeño Erri, que cuenta sólo 10 años, se protege del bullicio y la tensión nerviosa que inocula Nápoles a sus habitantes enclaustrado en una habitación con los libros paternos. Hasta que conoce a una niña de su edad en la playa, adonde a veces baja con su madre. Ella es del norte y también lectora precoz. Juntos, a base de sobresaltos, irán aprendiendo el alcance exacto de palabras cruciales como amor y justicia. Un aprendizaje que se le quedará grabado para siempre.
Pregunta.- Escribir para usted es volver, a distintas etapas de su vida. ¿Qué le ha impulsado a regresar a cuando tenía tan sólo 10 años?
Respuesta.- Acababa de cumplir sesenta años. Volver a ese niño de diez años, medio siglo después, era como regresar al punto de partida. Al momento en que todas las posibilidades del viaje están abiertas. Es la primera vez que al escribir tu edad necesitas dos cifras. Con los años esas posibilidades se van reduciendo. Respecto aquel niño ahora soy un resto.
P.- El niño, que es usted, siente a esa edad una necesidad urgente de justicia, de delimitar lo justo de lo no justo.
R.- La justicia es la primera objeción que hace un niño al mundo de los adultos. Es la primera idea que conforma de una manera autónoma en la conciencia. En la novela hay dos maneras de entenderla. La del niño, que no cree que un delito o un daño puedan ser reparados con el castigo. Para él, el castigo añade un mal a otro mal. Sabe que las heridas que le han causado no las curará un juez con una sentencia sino el propio cuerpo. En cambio ella, sí cree en las justicia de los tribunales y en sus procedimientos, en la que todo delito debe ir acompañado de su pena.
P.-¿Y sigue usted manteniendo esa idea de justicia, 50 años después?
R.- En esencia, sí. No se ha modificado. Para mí la justicia va asociada a la igualdad. Es un punto de partida, no una técnica. No como para la niña, para la que es una especie de itinerario, que va desde el delito a la pena. Ella pertenece a la sociedad, a la civilización, que se defiende del crimen con los procedimientos penales, en la que está clara una relación causa-efecto. Seguramente ella tiene la razón, pero yo sigo siendo incapaz de ver esa conexión entre delito y castigo. Creo que cuando se comete el delito, ya no hay nada que lo repare.
P.- ¿Entonces usted no pertenece a la civilización, a la sociedad?
R.- No, porque no creo en ese sistema que establece una tabla de diversas penas según el delito cometido. Es un sistema de protección que se da a sí misma la sociedad, pero no tiene nada que ver con la justicia. Yo acepto las reglas de esta sociedad, soy un huésped de ella, pero no la reconozco ni la comprendo. Es verdad que sobre mi sentimiento de justicia no se puede fundar una sociedad.
La frontera entre lo justo y lo injusto
P.- Hay un momento en el libro en que dice que en el siglo XX era fácil saber de qué lado estaba la justicia. ¿Ya no lo es?
R.- Es mucho más complicado. La frontera entre lo justo y lo injusto es mucho más difusa. El siglo XX fue un siglo feroz pero mucho más simple. Ahora son los jóvenes los que deben establecer la línea de división.
P.- Cuando usted fue joven intentó cambiar el mundo con su militancia en organizaciones de extrema izquierda. ¿Cómo ve alguien que vivió en primera línea los años de plomo italianos movimientos como el del 15-M? ¿Ve ingenuidad en su manera de luchar?
R.- No, no creo que sean ingenuos. Al contrario, los veo como héroes. Es cierto que hay una gran diferencia. Nosotros intentábamos destruir el poder, aquel poder que ignoraba a la gente llana. No le reconocíamos ninguna autoridad sobre nosotros. Éramos enemigos irreconciliables. En cambio, los jóvenes de ahora quieren ser escuchados por ese poder. Es un gesto de lealtad democrática. Aunque esa democracia es una mera formalidad que esconde un poder autárquico. Lo interesante es que han creado una especie de sociedad paralela con sus propias reglas, que en el futuro tendrá sus propios derechos de ciudadanía. Es como si fueran un movimiento milenarista.
P.- El niño vive enclaustrado con los libros del padre. Uno de los que más le impresiona es El Quijote, pero no ríe con sus desventuras. Le parecen demasiado crueles.
R.- La primera vez que lo leí me conmovió. Don Quijote ve la realidad a través de una especie de fiebre, pero esa realidad es la más auténtica. Marina Tsvetáyeva decía que sólo en el entusiasmo el ser humano puede ver el mundo tal cual es. Para mí Don Quijote es una figura trágica.
La huella española: Cervantes y Velázquez
P.- Usted admira mucho a Cervantes, ¿no?
R.- Sí, El Quijote es el libro más importante de la literatura moderna.
P.- Y Velázquez es su pintor favorito. Es usted muy español en sus gustos artísticos....
R.- Bueno, soy napolitano (ríe). Napolés es una ciudad española. Lo fue y lo es. Es más española que italiana todavía.
P.- El niño, usted, se protegía de la ciudad encerrado en compañía de los libros que dejó su padre al marcharse a Nueva York.
R.- Es que Nápoles es una ciudad agresiva. Sobre todo desde el punto de vista acústico, por su gran densidad de población y porque sus paredes están construidas de toba, que no aísla nada. En Nápoles todos saben todo, incluso aunque no se quiera.
P.- En la novela afirma que ser napolitano es mitad lastre mitad salvoconducto.
R.- Es así. Es un peso pero también permite sortear muchos puestos de control (ríe).
P.- También describe a Nápoles como un circo, "el más grande del mundo"...
R.- Como un circo y como un teatro. Un lugar donde la gente está apiñada, en los que sólo puede comunicarse de dos maneras: a voces y con el cuerpo, o sea, con la mímica. Muy parecida a la Varsovia judía. Ambos lugares estaban llenos de teatros, de hecho.
La justicia en la conciencia napolitana
P.- Volviendo a la justicia. ¿Ser napolitano cómo ha influido en su sentido de la justicia?
R.- Creo que bastante. La indiferencia frente a la autoridad es un rasgo muy napolitano. No cala en su conciencia, resbala. La siente como una invención ajena.
P.-¿Y esto no le ha perjudicado a la ciudad?
R.- Bueno, las mafias están por todas partes.
P.- Ya, pero allí tienen una tradición y un arraigo de siglos.
R.- Pero al contrario que la Cosa Nostra [Sicilia] o la Ndrangheta [Calabria], la Camorra napolitana no está regida por un vértice de poder. Las familias mafiosas se distribuyen el territorio de manera minuciosa. El poder mafioso tiene un carácter más anárquico.
P.- Es un lector habitual de La Biblia, incluso la ha traducido del hebreo al italiano. ¿Cree que tiene alguna incidencia en su obra narrativa?
R.- No. Tampoco veo la relación causa-efecto entre la lectura y la escritura. En mi caso ambas actividades se ignoran mutuamente. Lo que escribo no tiene nada que ver con lo que leo. Son dos maneras de hacerme compañía. Como el alpinismo también lo es.
P.- ¿Y se siente ahora más cómodo en su país tras la caída de Berlusconi?
R.- Pues al menos siento algo de alivio al no ver su cara cada día en los informativos de televisión. Aunque la sustitución no es una solución. Pero, bueno, no verlo me hacer sentirme un poco mejor, sí.