En el guión original de Olvídate de mí (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004), extraordinaria película de Michel Gondry, la pareja de enamorados protagonista descubre al final, en su vejez, que lleva toda la vida borrando sus recuerdos para, indefectiblemente, acabar enamorándose siempre de la misma persona. De este modo, la versión que finalmente rodó Gondry de su comedia romántica con elementos de ciencia-ficción sugeriría que el proceso de borrado de la memoria al que se resiste el subconsciente (el corazón) de Joel (Jim Carrey) es uno más en su cronología sentimental con Clementine (Kate Winslet) a lo largo de sus vidas. Como no lo recuerdan, están condenados a repetir el proceso de por vida. La metáfora resultante es hermosa: nada puede detener el destino del romanticismo. Las personas llamadas encontrarse y enamorarse, lo harán bajo cualquier contexto o circunstancia.



¿Y a qué viene esto? Me he acordado mucho de la película de Gondry viendo la cuarta temporada de Fringe. El centro emocional de la serie se ha desplazado de la relación filial (Walter Bishop / Peter Bishop) a la relación sentimental (Peter Bishop / Olivia Dunham), y con las duplicidades que tanto abundan en los metaversos de Fringe queda claro que el destino de ambas relaciones está escrito en cualquiera de los universos, subuniversos, mundos alternativos y líneas temporales en que se encuentren. La amnesia o el borrado biografíco no es un obstáculo. La secreta teoría del azar que rige las leyes cuánticas de la serie de J. J. Abrams opera a escala cósmica. Funciona también como lo hace en el filme de Gondry, pues en el sub-universo al que va a dar Peter Bishop después de los acontecimientos finales de la tercera temporada -que no es el universo alternativo con el que estaban enfrentados- , todos los personajes tienen un pasado distinto, un pasado del que ha sido borrada la intervención de Peter en las tres temporadas anteriores, y por lo tanto considerablemente distinto al que conocíamos.



Al partir de esta premisa, la serie se aventura en esta cuarta temporada en terrenos realmente complejos, en embrollos dramáticos muy difíciles de gestionar, pero que sin duda representan un desafío tanto para los guionistas como para los espectadores. En principio, parece una decisión de sus responsables muy consecuente con el desarrollo de la serie y una apuesta arriesgada para seguir inyectando interés narrativo. La creación de la paradoja temporal con la que terminó la anterior temporada ha redefinido el escenario en el que se mueven los personajes. Son los mismos (con sus versiones alternativas del universo paralelo), pero el único que conserva el recuerdo de todo lo sucedido en las temporadas anteriores (y por lo tanto el recuerdo de los espectadores) es Peter Bishop.









Con este (nuevo) escenario, Abrams sigue exprimiendo su obsesión por las reformulaciones, por las variaciones a partir de un modelo, sea un mundo, un individuo o un acontecimiento. El método ya estaba en Alias, y era uno de los motores de Lost -versiones, máscaras y representaciones-, pero en Fringe está llevado al extremo, como si los guionistas, disfrutando de su caída libre en el caos cuántico que han creado, estuvieran pensando en términos de experimentalismo narrativo. En términos generales, poniendo todos sus elementos en la balanza, esta cuarta temporada -cuyo episodio final se emitió en EEUU el 11 de mayo-, probablemente ha sido la más inconsistente y endeble de todas (y la que a muchos seguidores les habrá quitado las ganas de ver la quinta, que probablemente será la última), pero también es la temporada más audaz y desafiante. Su propósito pasa por ofrecerse como zeitgeist anímico de la interconectividad contemporánea, de la complejidad y contradicciones que plantea el mundo tecnológico y globalizado, de la tozudez del insinto de supervivencia humano en escenarios apocalípticos.



Las piruetas dramáticas que la serie se ve forzada a introducir en los últimos 22 capítulos traen consigo todo tipo de virtuosismos, abren varias líneas interesantes y proponen significados complejos, de carácter cientifico y hasta filosófico, pero también generan tendencias a la banalización y la redundancia de las que un trabajo audiovisual de estas caracterísitcas siempre debe huir. La próxima semana comentaré lo que me ha gustado y lo que menos de esta (pen)última entrega de Fringe. Creo que la cátedra que ha sentado la serie de Abrams a lo largo de estos años, y la relevancia de su cuarta temporada (para bien y para mal), se merece al menos dos posts.



  • Fringe. 4ª temporada (2). Adicto al cortexiphan