Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

Vista del parque olímpico con los proyectos de Zaha Hadid y Anish Kapoor en el centro.

Los Juegos Olímpicos no son sólo un acontecimiento deportivo, sino un evento arquitectónico de trascendencia mundial que deja tanto edificios para el recuerdo como sonoros patinazos. Londres plantea este verano una pregunta pertinente sobre estas arquitecturas deportivas y su convivencia futura con las ciudades que las acogen. El debate, al que parecen haber sido invitados todos los agentes salvo la arquitectura misma, queda abierto.

Las calles rugieron a media tarde. Algunos parroquianos salieron de los bares con las manos en la cabeza y expresión de asombro. El 16 de agosto de 2008 Usain Bolt acababa de batir en Pekín el récord del mundo de los 100 metros lisos. La marca de 9,69 -estratosférica, pero no inalcanzable para un atleta que entonces sólo parecía competir contra sí mismo- había corrido por el orbe a velocidades aún más siderales, lo que posibilitaba que un televidente pudiera compartir su estupor en tiempo real con los propios espectadores de El Nido, el espectacular Estadio Olímpico que los chinos, todo determinación, habían erigido como musculosa muestra de poderío.



Ese asombro global induce hoy al interrogante malicioso de si no será un tanto accesorio un gran estadio en la era de las audiencias. A fin de cuentas, el público que acude a estos recintos es ya sólo una parte mínima de los mil millones de personas que verán estos Juegos a través de una pantalla, para los que la instalación física no es más que un inmenso decorado al aire libre. ¿Qué hacer entonces con todos los equipamientos una vez transcurran estas semanas? ¿Cómo gestionar este legado? La experiencia española no resulta demasiado alentadora: primorosas piezas construidas para la Barcelona olímpica sufrieron el desafecto ciudadano y terminaron ofreciendo un muy poco edificante aspecto de abandono. En Pekín, el mismo Cubo de Agua, tan espectacular en las primeras semanas de los Juegos, se ha reconvertido en parque acuático. Puede que el olimpismo haga que nos interesemos durante un minuto por determinados deportes, pero difícilmente justifica los mausoleos.



En 2008, intimidados por el despliegue asiático, los responsables del comité organizador descartaron competir con el show chino para centrarse en aspectos como la reutilización de las instalaciones y su bajo consumo energético, quizá para atenuar la oposición que los Juegos despertaron al inicio en las Islas. Una idea que, salvo por la desgraciada torre ArcelorMittal Orbit, de Anish Kapoor y Cecil Balmond, parece haberse cumplido a rajatabla. Londres no es Pekín, desde luego. La agresividad china contrasta con el modelo inglés de una ciudad morigerada y orgullosa, una metrópoli que no necesita de nuevos trucos para atraer al visitante. Sólo recientemente ha empezado a levantar rascacielos, casi como una imposición de marca urbana y de manera un tanto perezosa como muestra The Shard, la torre más alta de Europa, inaugurada hace tan solo unas semanas por Renzo Piano -tampoco demasiado afortunado en el complejo multicolor de Saint Giles-.



Un hilo invisible parece unir las arquitecturas olímpicas con el carácter deportivo de los países que las construyen. Si en China el (frustrado) héroe debía ser el saltador de 110 metros vallas Liu Xiang o el gigante Yao Ming, el comité organizador está representado en Londres por Sebastian Coe. Es difícil pensar en modelos deportivos más opuestos: fibras rápidas contra fibras lentas, explosividad contra resistencia, exuberancia frente a agonismo. Ese heroísmo a la británica prima lo estratégico sobre lo emotivo y es, al tiempo, una característica de los pabellones levantados para la ocasión. Sin embargo, esta apuesta por el equilibro y la mesura parece haber perdido también alguna virtud por el camino como la inspiración. El resultado es una arquitectura previsible con una historia previsible: unos edificios acabados con casi un año de antelación y un recinto olímpico cerrado a cal y canto, toda una premonición de la propuesta del primer ministro David Cameron de cerrar sus fronteras a los países de la UE en crisis.



La pieza más importante en unos Juegos es, obviamente, el estadio. Frente al costillar blanco de Calatrava en Atenas o la intrincada estructura en Pekín de Herzog & de Meuron con Ai Weiwei -a los que la Serpentine Gallery ha lanzado un guiño, tras encargarles su pabellón veraniego en Hyde Park-, el despacho norteamericano Populous ha optado por una solución mucho más discreta, desmontable incluso, que habrá de adaptarse a la demanda posterior. Quizá sea esta cualidad efímera herencia de la colaboración de Peter Cook, si bien apenas se aprecia nada de la ambición conceptual del británico en una arquitectura en busca de autor. Los estadios son recintos que emocionan en sus secciones, y comparar la de éste con ejemplos históricos como el Spatiakiada Stadium de Korchev (Moscú, 1926) o el realizado por el Pritzker Souto de Moura (Braga, 2004) resulta tan ilustrativo como descorazonador: cualquier emoción aquí queda reprimida en una pieza neutra, ligera, impersonal, con unos focos triangulares que circundan la arena como único elemento distintivo. Una obra acomplejada por el peso de Wembley; a fin de cuentas, El Estadio de la ciudad.



Dentro del anodino nivel general, sobresalen dos proyectos: el velódromo de Hopkins Architects (dirigido por Michael Hopkins, veterano del high-tech), un elegante volumen de madera con una cubierta tensada en una hermosa doble curvatura; y las instalaciones temporales de tiro con arco de Magma architecture, unos cubos de doble piel blanca de PVC con coloridas protuberancias, situados fuera del Parque Olímpico, en el distrito de Woolwich. Si bien Zaha Hadid y su equipo han planteado la que puede que sea la pieza más notable (y quizá la más costosa, dadas sus sucesivas ampliaciones de presupuesto) de estos Juegos: la piscina olímpica que, paradójicamente, no mostrará a los visitantes su verdadero potencial durante la competición. El planteamiento demuestra aquí la primacía de lo global sobre lo particular hasta extremos de castigo: las dos adiposidades que contendrán las gradas temporales ocultarán en buena medida las formas sinuosas del vientre de ballena (u onda acuática) que cubre el espacio. Aunque el objetivo final sea loable, queda la sensación de que podría haberse realizado con medios menos lesivos para un edificio solo atractivo al interior, cuando esa lengua de lamas resulta al fin apreciable.



Hay algo contradictorio en el hecho de racionalizar el deporte. Más pragmática que conspicua, la arquitectura de estos Juegos parece reflejar con precisión el carácter del organizador. En consonancia con su época, constituye un esfuerzo por hacer visibles otras preocupaciones (medioambientales, económicas) alejadas de la dialéctica de recordman que parecía haber tomado la arquitectura deportiva de este milenio. Pero los Juegos llegarán y harán irrelevante su escenario; probablemente estaremos más preocupados del duelo entre Bolt y Blake, su nuevo antagonista. Londres, por su parte, parece haber confundido lo riguroso con lo anodino, el deber cumplido con la rutina estólida, y olvidado lo esencial en estas citas: la emoción, más efímera que cualquiera de las nuevas criaturas que pueblan Hackney y seguramente más inútil, pero cuya ausencia desvela su condición de cascarones sin alma.