Acabó por convertirse en una chiste generacional. Los españoles que hoy peinan sesentaitantos se dejaron caer, todos ellos, por aquel París en llamas de mayo de 1968, alzaron su mano en las asambleas de la Sorbona y sedujeron a una francesita a la sombra de las barricadas. La referencia no es casual. En aquel París, pero también en Praga, en Ciudad de México o en los campus de Estados Unidos, explotó una revuelta inédita, protagonizada por un no menos novedoso agente que en nada se asemejaba al hasta entonces central obrero fordista clásico: la juventud más o menos burguesa de clases medias. Y, desde entonces, según defiende el periodista Ramón González Férriz (Granollers, 1977) en La revolución divertida (Debate), los 60 activaron una apelación insoslayable para cualquier debate político, social y cultural de los años que siguieron. Hasta hoy. El libro de González Férriz recorre la biografía de ese rebelde divertido: del 68 al 15M, de la postmodernidad o la movida madrileña a la antiglobalización. Y cómo en el interín transformó el capitalismo tornándolo más flexible y más fuerte que nunca.
Pregunta- Los 60 inventaron la juventud, el pop, el feminismo, los derechos civiles ¡y hasta las relaciones sexuales! ¿Cómo explicar el acelerón histórico?
Respuesta- Bueno, naturalmente esto es una exageración. Todo eso ya existía antes. Pero en los sesenta aparecen -o, al menos, se popularizan- una serie de fenómenos que hacen más visibles esas cosas. Los más evidentes son la televisión, que influye muchísimo en la escenificación y la propaganda políticas, y la música pop, que transmite mensajes políticamente laxos, pero de apariencia revolucionaria. Esa es la década en la que se generaliza el uso de la píldora anticonceptiva. En la que la publicidad gana fuerza y utiliza cada vez más los reclamos sexuales, especialmente femeninos, para casi cualquier cosa. En ese mismo momento, además, la izquierda se está transformando tanto en Estados Unidos como en Europa, y muchos de los izquierdistas jóvenes están más preocupados por asuntos de libertad moral y sexual, de derechos civilies y pacifismo, de comunitarismo y antimaterialismo, que por las tradicionales reivindicaciones de los obreros industriales. Lo que sucedió fue que se produjo un cambio generacional muy fuerte, debido a causas demográficas -en los sesenta había muchos, muchos jóvenes nacidos después de la Segunda Guerra Mundial, un gran porcentaje de los cuales pudo ir a la universidad- y a innovaciones tecnológicas que afectaron a casi todos los aspectos imaginables de la cultura popular.
Un mundo más tolerante
P.- Hasta hoy. ¿Resultó inútil la llamada de Sarkozy a "enterrar" mayo del 68?
R.- La cultura en que vivimos es hija directa de la creada en los sesenta; en cierto sentido, es la misma. Yo sin duda prefiero el mundo actual al mundo anterior a los sesenta: es menos violento, menos racista, menos machista, menos autoritario; en definitiva, más tolerante. Ahora bien, las revueltas de los sesenta en Occidente fueron sobre todo ataques a la jerarquía y al orden, y aunque esas cosas puedan resultar antipáticas, son buenas en algunos ámbitos de la vida. Sobre todo, en la educación. Y las revueltas también contribuyeron a propagar en Occidente muchas creencias anticientíficas y antirracionalistas que han tenido, creo, consecuencias negativas. Si Sarkozy aspiraba a enterrar la cultura de los sesenta, estaba condenado al fracaso: él mismo, por muy gaullista que quisiera parecer, en realidad era un hijo de esa época: obsesionado con la imagen, con una vida familiar nada clásica y que acabó casado con una estrella del pop.
P.- ¿Fue la de los revolucionarios del 68 una amarga victoria?
R.- Los revolucionarios del 68 ganaron en todo menos en la política. Cambiaron la cultura y la moral pero no lograron alterar, a corto plazo, la política. Ahí siguieron, casi como si nada, los partidos políticos, el parlamentarismo, la separación de poderes, las fuerzas del orden, la propiedad privada; todo lo que rige la democracia capitalista. Lo que pasa es que, aunque les llamemos revolucionarios, no lo eran. Revolucionarios, en sentido estricto, eran los bolcheviques rusos o los barbudos cubanos. Lo de esta clase de rebeldes no era una verdadera revolución -hablo, por supuesto, de los países democráticos, no de España o de Europa del Este, que eran dictaduras donde todo era mucho peor y más complicado. No lo sabían, pero eran capitalistas innovadores.
P.- Los 60 nos legaron también la polarización política, la irreductibilidad entre izquierdas y derechas. ¿Nuestra política actual está atrapada en el pasado?
R.- En respuesta a esta oleada de progresismo moral, el movimiento conservador se rearmó, especialmente en Estados Unidos, y decidió que todo lo que estaba mal en el mundo -el divorcio, el aborto, la hipersexualización, la baja productividad, la contestación- era culpa de los progresistas. Y estableció un programa político atractivo para mucha parte de la población que seguía viendo con malos ojos a esos tipos mal vestidos y deslenguados. Ahora el mundo es más tolerante que entonces y cosas como el rock o el pelo largo ya no asustan a casi nadie, pero nuestra política sigue atrapada en esa contraposición, en esa "guerra cultural", entre progresistas y conservadores. A pesar de ello, diría que en general hoy estamos todos de acuerdo en más cosas de las que creemos, pero es cierto que hay temas irreductibles que vuelven una y otra vez.
Libertarios catalanes y Movida madrileña
P.- En España el 68 llega con diez años de retraso, con el libertarismo catalán y la Nueva Ola madrileña. ¿Cuáles fueron nuestras peculiaridades?
R.- Tengo una gran debilidad por los libertarios catalanes. Si miras sus revistas, sus libros y sus canciones, dirías que nadie como ellos comprendió cuáles serían las discusiones de nuestro tiempo: la homosexualidad, las drogas, las formas familiares, la religión, la igualdad de sexos, el ecologismo, la energía nuclear. Sin embargo, al mismo tiempo, los libertarios no entendieron nada del mundo que venía. Creyeron de verdad en la lucha hedonista e ingenua, se negaron rotundamente a aceptar subvenciones estatales y a entrar en empresas con ánimo de lucro y en partidos políticos, y por eso mismo se desvanecieron como movimiento, aunque algunos de sus miembros sí hicieron carrera. En cambio, los de la Nueva Ola, o la Movida, comprendieron exactamente cómo había que ascender en el mundo contemporáneo: fundar empresas, aceptar patrocinios estatales, convertir la autenticidad en un elemento de marketing.
P.- Precisamente hace poco un libro colectivo ha denunciado la Cultura de la Transición por su inmovilismo y su cercanía al poder y al mercado. Usted sencillamente lo llama "normalidad"...
R.- No estoy de acuerdo con la mayoría de diagnósticos que hace ese libro, pero sí con su premisa: que la cultura española depende demasiado del poder y eso hace que sea poco incómoda, poco molesta. La raíz del problema está precisamente en el momento en que, al principio de la democracia, el Partido Socialista -yo creo que con buena fe y no por un maquiavelismo sofisticado - quiso dar un amparo especial a la cultura, incluso o sobre todo a la más transgresora, copiando el modelo francés. Uno podría pensar que así se garantizaban los derechos culturales de los españoles, pero no fue así y el Estado acabó convertido en productor de cine, editor de libros y promotor de conciertos. Creo que ese no es su trabajo y que, además, es malo para la cultura. También un buen puñado de intelectuales conservadores que insisten en reducir el Estado y eliminar subsidios -y que hoy se presentan a sí mismos como los nuevos rebeldes- lo hacen con sueldos públicos.
Robar supermercados para salir en televisión
P.- El próximo 25-S se ha llamado a ocupar el Congreso. Usted afirma que el 15-M es cualquier cosa menos nuevo salvo en algo, en su explosión mediática…
R.-No quisiera parecer frívolo, pero hay una cosa curiosa en dos fenómenos rebeldes recientes que tienen mucho que ver con la dependencia de los movimientos rebeldes de los sesenta de la televisión y los medios. Sánchez Gordillo es conocido ahora por organizar pequeños robos en supermercados. Pero lo revelador del caso es que, antes de esos asaltos, los revoltosos llaman a los -muy capitalistas- medios de comunicación para que les filmen haciendo la revolución. Es decir, no se trata de "expropiar" alimentos, sino de salir por la tele "expropiando" alimentos. Mandan convocatorias de prensa como cualquier partido político o empresa de productos culturales. La toma del Congreso, por otra parte, se presenta a sí misma como una toma "simbólica". Es decir, no se trata de tomar el Congreso como harían los revolucionarios de verdad sino de salir en los medios escenificando un acto que no va a llegar a producirse. En ese sentido, aunque entiendo muy bien que mucha gente esté enormemente enfadada con la política y con nuestra situación económica, y por lo tanto se solidarice con actos que quizá le parezcan un poco extremos pero que sirven para exteriorizar su ira por persona interpuesta, no son verdaderos actos revolucionarios, sino "revoluciones divertidas", actos destinados más a aparecer en los medios masivos que a cambiar la política. Como en los sesenta, aunque ahora internet tenga el mismo o más peso que la televisión.
P.- "Rebelarse se ha convertido en una tradición, concluye". ¿Un complemento para el mercado?
R.- En circunstancias como las actuales, hay motivos de sobra para mostrar ganas de cambio. Sin embargo, la rebelión significa hoy tantas cosas que es difícil saber qué significa en realidad. Los manuales para ejecutivos les recomiendan que se rebelen, que sean ellos mismos, que luchen, que no sean acomodaticios con el statu quo. Los libros de autoayuda más inanes hablan de revoluciones interiores y cambios radicales. La publicidad de coches nos invita a ser inconformistas, a ser revoltosos, a no respetar las reglas. A algunos les parece que Facebook es una gran plataforma para la organización política y la revolución, pero es una empresa cotizada en Wall Street con accionistas y directivos millonarios. Nike lleva tiempo tratando de vender zapatillas de deporte apelando a nuestra rebeldía. Ya en 1984, Apple afirmaba en un famoso anuncio que si comprabas uno de sus ordenadores eras un rebelde. Los movimientos de los sesenta fueron positivos en muchos sentidos, como ya he dicho, pero también convirtieron palabras como "rebeldía" y "revolución" en gadgets capitalistas, en perfectos reclamos de marketing. Lo sorprendente es que se sigan copiando sus tácticas como si, en efecto, fueran verdaderamente revolucionarias. No lo son.