Con El ruido eterno, el famoso crítico musical del New Yorker nos enseñó a entender el siglo XX a través de su música -de Strauss a Björk, pasando por Schönberg y los Beatles-, aprovechando que "el afán de enfrentar la música clásica a la cultura pop ha dejado ya de tener sentido intelectual o emocional". El volumen fue finalista del Pulitzer en 2008 y vendió la friolera de 50.000 ejemplares en España. En su segundo libro, Escucha esto (Seix Barral), Alex Ross (Washington D. C., 1968) recopila algunos de sus mejores artículos (que acompaña de una audioguía y de una lista de iTunes) para seguir demostrando que el ruido sólo existe en el oído de quien lo escucha.
Pregunta.- Un título como una orden. ¿Sigue imponiendo respeto la música clásica?
Respuesta.- En torno a la música clásica existe una especie de psicopatía. A veces la gente se siente intimidada, como si no merecieran esta música o no pudiera llegar a entenderla jamás. Otras veces, en cambio, la desprecia y la rechaza por el simple hecho de pertenecer al pasado. No logro entender ninguna de estas actitudes. La intensidad emocional de la música y su capacidad para sobrecogernos ha sido igual a lo largo de toda la Historia. Para mí sería muy difícil renunciar a ciertas obras o a determinados artistas. No puedes conocer a Shakespeare y no saber quién es Beethoven. O disfrutar con Picasso y no estremecerte con Stravinski. Lo mismo podría decirse hoy de Björk y Kaija Saariaho. Para mí es tan simple como eso.
P.- Después de Cage, Stockhausen, Reich, Lachenmann, Boulez, ¿queda vanguardia por hacer?
R.- A veces se da por hecho que la vanguardia está agotada y que todos los posibles nuevos sonidos se han inventado ya. Pero entonces aparece un compositor como John Luther Adams, de quien escribo en Escucha esto, que genera música de actividades sismológicas basadas en datos meteorológicos de Alaska. ¿No es esto nuevo? ¿No es esto bello? El tiempo ha demostrado que la música es una energía renovable. Todo depende de nuestra capacidad para apoyar la mentalidad independiente de determinados creadores e intérpretes.
P.- ¿Cuánto ha afectado la revolución digital al "ritual sagrado" de la música clásica?
R.- Es difícil de decir. La revolución digital ha hecho la música clásica más accesible que nunca. Considero un privilegio poder tener acceso a tanta música desde un ordenador, pero al mismo tiempo me pregunto si el acceso instantáneo devalúa la música de alguna manera. Porque el exceso de información puede resultar perjudicial. En ese sentido, el concierto en vivo sigue siendo una experiencia vital insustituible. No puedes dar al pause o saltar de pista en pista. Digamos que pierdes el control sobre el acto de la escucha y te invaden las emociones.
P.- La historia de la música es un continuum ininterrumpido de sonidos y de ruidos, pero también una sucesión de hitos. ¿Cuál diría que ha sido el último acontecimiento importante?
R.- Me atrevería a decir que aparición del minimalismo en los años sesenta y el desarrollo de espectralismo en los años setenta fueron los cambios estilísticos más importantes de la música clásica moderna. No son de ninguna manera la última palabra, pero ayudaron a la consolidación de las ideas anteriores más que a la formulación de otras nuevas. No me sorprendería que nos encontráramos cerca de una nueva revolución musical. Ha llegado la hora de un cambio radical.
P.- Su apetito musical es de lo más variopinto. ¿Se obliga también a escuchar música que no le gusta?
R.- Por supuesto. Pero lo que me gusta o no me gusta resulta irrelevante al final. Soy periodista, y mi trabajo consiste en transformar en palabras los acontecimientos musicales. Mi opinión es en realidad la parte menos interesante de la ecuación. Lo que importa es llegar a transmitir ese momentum a la gente.
P.- ¿Cuál diría que es el artículo de Escucha esto que más le ha costado escribir?
R.- Sin duda, el de Bob Dylan. Estoy profundamente enamorado de su música y me pareció diabólicamente difícil poner en palabras ese sentimiento. Dejé el artículo en suspenso durante varios meses, algo que no me había pasado nunca en toda mi carrera. Gracias a la experiencia de mis colegas y editores del New Yorker conseguí terminarlo. Quedé satisfecho con el resultado, aunque tuve que reconocer que Dylan seguiría siendo un misterio para mí.