El Cultural

Cantos fúnebres (2)

23 octubre, 2012 02:00

Como glosábamos en el post anterior, al cine se le ha dado por muerto tantas veces que lo primero que debería sorprendernos es la capacidad del arte cinematográfico para resistir frente a las embestidas de agoreros y pesimistas. De algún u otro modo, sea por movimientos de superviviencia diseñados por la propia industria -como el cine 3D- o por inesperados éxitos que logran instalarse en la conciencia colectiva del ciudadano -como el desmedido éxito de Lo imposible, de J. A. Bayona-, el cine siempre resurge de sus cenizas y vence las visiones romántico-nostálgicas de la cinefilia, atrapadas en un mundo de las imágenes que desapareció para siempre. El articulista Oliver Lyttelton nos lo ha recordado recientemente en el blog "The Playlist" de la publicación on-line "Indiewire", donde expone, de forma muy sintetizada, una Breve historia en torno a la muerte del cine, que se remonta a sus propios inicios, cuando la publicación soviética Pravda señaló El acorazado Potemkin (1925, Sergei M. Eisenstein), uno de los primeros hitos delarte y la ciencia del montaje, como la conquista definitiva, insuperable, de la sintaxis cinematográfica, llamada a vivir su lenta decadencia a partir de entonces.

Lyttelton nos recuerda que en los años cuarenta el artista rumano Isidore Isou, fundador del Movimiento Letrista, escribió un manifiesto en el que aseguraba que el cine ya había alcanzado sus límites expresivos, mientras que en los años cincuenta dos monstruos del Hollywood clásico, el guionista Ben Hecht y el productor David O. Selznick, hablaban de la degradación de la industria y el sistema de estudios en manos de mentes corporativistas. El fin del cine comercial tal y como se conocía. François Truffaut -y sus incendiarios ataques al "cine de papá", viejo y académico-, Roberto Rossellini -que encontró una renovada fe en la televisión frente a la pérdida de fe en las posibilidades del cine-, el productor Michael Phillips -quien estableció el éxito de Tiburón y El Padrino en los años setenta como el principio de la decadencia- o Peter Greenaway -uno de los más insidiosos y habituales agoreros- son solo algunos de los muchos creadores que han entonado cantos fúnebres ante la supuesta defunción del cinematógrafo.

El escritor Jason Bailey propone a día de hoy en The Atlantic que la cultura cinematográfica no está muerta, que simplemente es más divertida. Entiende que el cine de alta cultura y el cine popular -"high movies" y "low movies"- ya no responden a jerarquizaciones sesgadas, no son productos enfrentados, sino que conviven y se retroalimentan y se contagian constantemente entre sí. Son miembros de esa gran familia que es el conglomerado audiovisual, el ecosistema de las imágenes que nos rodean. Establece un punto de partida: Pulp Fiction, de Quentin Tarantino. De hecho, como recordaba Adrian Martin en su artículo "El efecto QT" (Cahiers du cinéma. España; núm. 2, junio 2007), para un alarmante número de jóvenes, el sentido de la historia cinematográfica se remonta a Reservoir Dogs (1992), que vendría a marcar el "año cero" del cine. Una impresión disparatada a la que de algún modo se han sumado teóricos, docentes y creadores en los últimos años, interesados en celebrar las ondas expansivas que ha generado el llamado "efecto Tarantino": tramas con múltiples personajes que se entrecruzan, reordenamiento cronológico del relato, las narrativas en red, el tono irónico y las digresiones a partir de modelos clásicos, etc.

Detrás de esta sensación más o menos generalizada, reside un debate de fondo mucho más interesante. En verdad, lo que está en juego es la perviviencia / hegemonía de la cultura pop en las películas. Como sostiene Richard Brody en su columna The Front Rowde la publicación The New Yorker, mediante uno de los artículos más lúcidos (y con el que más concuerdo) de tode este debate virtual mantenido por distintos críticos y escritores de cine norteamericanos a lo largo de las últimas semanas, la idea general entre la crítica y los espectadores es que el mejor cine contemporáneo alberga una "sensibilidad pop", y que por eso es "emotiva", en oposición a un cine artístico, intelectual, supuestamente elitista, que encontraría su referente en, por ejemplo, la última película de Alain Resnais, Vous n'avez encore rien vu, sobre la que escribí varias líneas tras su proyección en Cannes. Con su significativo título - "Aún no has visto nada"-, el filme del nonagenario Resnais es un delicioso dispositivo meta-teatral-cinematográfico construido a partir del mito de Eurídice, del cuerpo de actores legendarios del cine francés y de la deconstrucción de la puesta en escena, y que entraña más vigor y frescura creativa que la mayor parte de las supuestas revoluciones procedentes de cineastas recién llegados con las que tratan de darnos gato por liebre las estrategias comerciales de las distribuidoras.

Destaca también Brody que lo más notorio de los argumentos de aquellos escritores que alertan sobre el fin de la influencia cinematográfica en la cultura popular es que mantienen una obsesión similar respecto al éxito a corto plazo. Su razón para pensar que una película es influyente sólo descansa en los resultados de taquilla, preferiblemente los del primer fin de semana, y en su capacidad para "emocionar" a un público masivo. Si las otras películas no tienen éxito, si no se habla de ellas en las reuniones sociales, es básicamente porque no consiguen "alterar las emociones" del espectador, y por lo tanto no dejan huella en la sociedad. En esencia, lo que viene a denunciar Brody es que determinada crítica -generalmente la más popular y leída, dicho sea de paso- solo valora las películas en función de las historias que cuenta, y de las emociones básicas que estas historias despiertan, lo que viene a ser una visión manifiestamente sesgada del hecho cinematográfico, limitada tan solo a sus herencias literarias, a la glosa de sus tramas y la creación de sus personajes. Todo lo demás -es decir, el tratamiento formal del film, aquello que diferencia una película de un guión-, parece ser un mero complemento para la apreciación de la película.

¿Por qué sin embargo la gente que yo conozco (ese tipo de espectador que también parece conocer Brody) habla con pasión y "emoción" de esas películas que aparentemente no apelan a las tripas y el corazón del público, sino acaso solo a su intelecto, como sostienen los artículos de Andrew O'Herir y Jason Bailey? ¿Es qué somos una raza en extinción? ¿Unos raros? ¿Unos elitistas? ¿Es que si no nos gusta Lo imposible pero nos apasionan los últimos trabajos de Leos Carax, Abbas Kiarostami o Miguel Gomes significa que no estamos conectados con el gusto contemporáneo del cine? Es un debate que considero tan apasionante como necesario, y al que contribuiré con mis opiniones y conclusiones en el próximo post.

(Continuará)