Presa del asombro, casi pávido, el emperador ha exclamado "¡el sonido puede verse!". Es la
constatación de que ha dado comienzo la era moderna de la acústica. Antes, en 1787, dos años antes
de que el tercer estado del reino de Francia se levante y rebane cabezas y, si hacemos caso a los
académicos, comience la era contemporánea de la Historia, el investigador alemán de las ciencias
naturales contemporáneo de Goethe y amante de la música Ernst F. F. Chladni corrobora una intuición
científica al frotar un arco de violín por una placa metálica sobre la que había espolvoreado fina arena:
el experimento daba lugar a patrones simétricos y claramente regulares y, dependiendo de la nota
tocada, es decir de la frecuencia resultante de la frotación, resultaban ser más o menos complejos.
Chladni era inventor de instrumentos como el Glassspiel o Verillon (18 botellas de cerveza con diversas
cantidades de agua, tocadas con mazas de madera que servirá a Benjamin Franklin de inspiración para
su armonica), el Euphon, antecedente directo del Cristal Baschet, y el Clavicylinder a partir del "cilindro
musical" de Robert Hooke. Con esa actividad viajaba haciendo demostraciones por la vieja Europa.
Según leo en la Red, su experimento con placas no hace sino constatar que la vibración acústica de
ondas del mismo tipo se irradia por la superficie en todas las direcciones transportando la arena sobre
ella y cuando dos de estas ondas idénticas se encuentran se anulan (ondas estacionarias), punto donde
se deposita la arena. Al parecer ya antes, otros como Galileo Galilei (en 1632) habían explorado que
un cuerpo oscilante desplegaba patrones regulares y el citado Hooke, estudioso de Oxford, había
observado (en 1680) el fenómeno vibratorio en platos de cristal. Pero el emperador que grita alucinado
es Napoleón y entregará a Chladni la suma de seis mil francos para que pueda difundir las conclusiones
de sus experimentos sonoro-visuales.
Patrones que anotó Chladni
Como los luthiers tan bien conocen
Las teorías de una Música de las Esferas son tan viejas como la Historia humana. Primigenios observadores ya expresaron su inquietud como Pitágoras de Samos, quien en el s. VI a. C. sostenía que las órbitas de los cuerpos celestes producían sonidos que armonizaban entre sí, dando lugar a una hermosa melodía constante. Veintitrés siglos más tarde, Johannes Kepler atribuyó a cada planeta una sucesión de notas, postulando que las velocidades angulares de cada astro producían sonidos más agudos en tanto su movimiento era más rápido, y al contrario. Pero lo asombroso es que los recientes descubrimientos por parte de investigadores de diversos campos prueban estas conjeturas. La misión Voyager ha captado las resonancias que se producen al interactuar el viento solar (flujo de partículas, en su mayor parte protones y electrones, que recorre el sistema solar) y las atmósferas de los planetas. Las explosiones solares envían ondas acústicas (cien milihercios en periodos de diez segundos) a decenas de kilómetros por segundo por arcos de hasta cien millones de kilómetros de longitud que las conducen de manera similar a como lo harían los tubos de un órgano. Así pues el Sol suena y se comporta como un instrumento musical y las interacciones entre el viento solar y los planetas, lunas y anillos del sistema planetario crean paisajes sonoros de frecuencias, teniendo cada cuerpo celeste que gravita a su alrededor una forma propia. Aunque el espacio no hay aire ni por tanto un medio conductor, se han traducido las ondas electromagnéticas en sonoras, igual que lo hace cualquier altavoz y ahora puede oírse la frotación del viento solar en Saturno. Al parecer, la NASA estudia los posibles efectos de dichos sonidos sobre la mente.
Por supuesto, la relación entre sonido, electromagnetismo y naturaleza alimenta todo tipo de conjeturas paracientíficas, espiritualistas, charlatanas y conspiranoicas. Además, tras las inquietantes conjeturas del Dr. Jenny sobre morfogénesis por sonido, no faltan quienes tratan de derivar tal clase de descubrimientos a la búsqueda de una comunicación con los delfines. Otros, como el fotógrafo alemán Alexander Lauterwasser basan su trabajo en los experimentos de Chladni y Jenny y fotografían la superficie del agua afectada por distintas ondas sonoras y músicas, en busca de analogías con patrones de crecimiento que se encuentran en la naturaleza.
En 2007, el pianista escocés Thomas Mitchell y su hijo Stuart tomaron los 213 dibujos geométricos de significado desconocido esculpidos en una columna de la capilla del siglo XV en Rosslyn (Escocia) y los decodificaron a partir de los patrones de Chladni, lo que Hans Jenny denominó "cimaglifos", desvelando supuestamente una pieza musical a la que han llamado El motete de Rosslyn.
Y, cómo no, el de la Cimática es sin duda un campo interesante para los emergentes músicos y artistas de la nueva meta o post new age risueña, recicladora de los restos y saldos de las músicas de sanación, relajación y meditación y demás tendencias espirituales de los años 70 y 80. Tal es el caso de Transmuteo, el singular proyecto de Jonathan Dean. Este artista de Nueva Orleans mezcla música, vídeo, arte digital, performance-directo, instalaciones específicas y trabajo experimental en red. Su música, inspirada por Tangerine Dream y otros proyectos de Klaus Schulze (Ash Ra Tempel), Iasos o Bearns & Dexter, usa samples, grabaciones de campo, cintas de cassette, pedales de efectos, sintetizadores y drones analógicos en una mezcla densa y psicodélica de texturas con que busca "revelar el resplandeciente artificio de la New Age". El segundo de sus álbumes en casete (es el formato que ha elegido) se llama precisamente Cymaglyphs.