A nadie que esté interesado en las conexiones entre arte contemporáneo y música pop se le debería escapar Pop Politics: Activismos a 33 revoluciones, la sugerente y poliédrica exposición colectiva que ha ideado Iván López Munuera en el CA2M de Móstoles. Así, dicho rápidamente, compone una visión sobre cómo el arte se apropia de formas específicas que tiene el pop de incorporar elementos de la política. Al margen de que hay numerosas obras potentes e interesantes (entre ellas varias películas), la cosa atina en varios puntos. Se anota un tanto al no tratar museísticamente ni de forma condescendiente tal influencia del pop y al contrario abrir el centro de arte a ella por lo que tiene de enriquecedor y de vivo. Otra es cuando despliega la capacidad política del pop en lo implosivo, en lo interior, en lo particular, en lo emocional, al margen de las formas institucionales. La tercera es comprender que las culturas pop no residen sólo en una articulación de sonidos y silencios sino en el cuidado o transformación del cuerpo y el baile, la indumentaria, la escritura y documentación de los nuevos héroes, la imitación y la traición de los modelos, la creatividad hecha por uno mismo en un balance entre el descubrimiento interior y la celebración y acción colectiva, entre la auto creación de mitos y el asalto a lo real. Que es algo que embiste las costumbres y la vida personal y colectiva. Y que más allá de un pop con contenido explícitamente político, que también lo ha habido y lo hay, es tal cosmos de micro elementos lo que constituye el poder de su alcance transformador de lo social.
La exposición encaja perfectamente con una de las líneas que sigue el equipo dirigido por Ferrán Barenblit: un centro abierto a lo popular y a las corrientes musicales que de ahí se escapan, fundamentalmente urbanas. Lo han demostrado con muestras como la inolvidable itinerante Sonic Youth: Sensational Fix o con esas Picnic Sessions de los últimos veranos donde invitan a mezclar cuerpo y sonido con la educación vía talleres (de cacharros electrónicos y efectos para hacer ruidos, de fanzines, de sonido experimental, por ejemplo) y la participación de los asistentes.
Y es que las conexiones entre creación audiovisual, cultura pop y política están empezado a protagonizar una de las tensiones más fructíferas en la actualidad de las artes plásticas. La coincidencia asusta un poco pero sólo cinco días después de que se inaugurara Pop Politics, se fallaba el archiconocido y polémico premio Turner, que desde 1984 otorga anualmente la Tate Gallery de Londres a un artista británico menor de 50 años. Precisamente uno de los cuatro candidatos de esta edición era Luke Fowler, del que Pop Politics incluye su vídeo Pilgrimage from Scattered Points sobre la Scratch Orchestra. (Algún día escribiremos sobre este interesante asunto del colectivo de música experimental montado entre 1968 y 1973 por Cornelius Cardew). Y aunque Luke Fowler y su película sobre el psiquiatra escocés R. D. Laing y sus teorías no ganó, sí lo hizo Elisabeth Price. El Turner lo ganó la antaño integrante junto a, entre otros, Amelia Fletcher, de esa banda esencial del primer pop-punk británico que fue Talulah Gosh, y un poco más tarde también del proyecto menos conocido pero delicioso y más que reivindicable The Carousel, el dúo junto a su pareja Gregory Webster (antiguo miembro de Razorcuts).
Cada uno de los 3 mini-elepés de The Carousel (Strawberry Fayre, Sorrow is the Way to Love y Will You Wear Love?, en 1993 recopilados en I Forgot To Remember To Forget) y su único y último álbum, abcdefghijklmnopqrstuvwxyz (de 1994), merecen cuidadosa atención. Busquen sus canciones en YouTube porque de otra forma resulta complicado. Una de las cosas que más llaman la atención en The Carousel (y que en cierto modo ya había sido propio de Talulah Gosh y lo sería de bandas posteriores de Amelia Fletcher como Heavenly, Tender Trap o Marine Research) es su aplicación de los patrones de las canciones pop de grupos estadounidenses de chicas de los 60 como The Cookies o The Shirelles, a una suavidad que enlazaba con el folklore británico. La otra es el uso constante de imágenes propias de la religión cristiana en un entramado estético fantasmal y atmosférico con reminiscencias góticas.
En ese sentido, en ciertos aspectos la pieza con la que Elisabeth Price se ha impuesto en el Turner no anda lejos de aquellos pasos musicales. Se trata de The Woolworth's Choir of 1979, un collage audiovisual que tiene como eje visual imágenes documentales de la tragedia de tal año cuando un incendio en unos grandes almacenes en Manchester acabó costando la vida a diez personas. Como centro de la banda sonora está Out in the Streets, canción emblemática de uno de aquellos grupos de chicas: The Shangri-Las.
El pasado de Price en The Carousel y su gusto por la iconografía religiosa y la elevación flota en el aire en otro aspecto, pues The Woolworth's Choir of 1979 oscila entre las imágenes encontradas de la tragedia con otras en blanco y negro de coros de iglesia góticas.
La obra artística de Elisabeth Price ya se había destacado por sus referencias estéticas al mundo del pop y su industria, como en su serie escultórica de homenajes a los sellos discográficos.
Pero donde la londinense ha conseguido desarrollar un lenguaje más poderoso es en películas como la ahora laureada The Woolworth's Choir of 1979. En parte, sus vídeos, que comenzara a filmar hace sólo cuatro años, destacan por su manejo de un montaje fílmico de cadencias y recursos (dibujo, diseño gráfico, texto, viejas filmaciones más tecnología digital) emparentados con los propios del videoclip musical. Pero no menos lo hacen por el uso de la música, el sonido y el ritmo. Los que conocen su obra afirman que sus bandas sonoras son siempre imponentes. Y que Price está triunfando donde otros fracasan por su manejo emocional de tal clase de recursos.
Al margen de su uso directo de canciones o sonidos pop, es cierto que se intuye en trabajos como el suyo una nueva visión que reúne lo pop y lo social desde otro punto de vista. Acaso conectar los tres mundos, ciudadanía, política y artes visuales sea tan fácil como llevar éstas elementos tan propios de la canción popular de las últimas décadas como el uso corporal, sensual, de lo rítmico y la atención que presta y fomenta hacia las tensiones emocionales como reflejos de primera magnitud de la existencia contemporánea.