Image: Marcos Ordóñez

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El Cultural

Marcos Ordóñez

"Lo importante no es la exactitud del recuerdo, sino su intensidad"

27 febrero, 2013 01:00

Marcos Ordóñez. Foto: El Aleph Editores.

El escritor y crítico teatral publica 'Un jardín abandonado por los pájaros' (El Aleph), unas memorias noveladas con las que recorre su infancia en la Barcelona de los sesenta y más de un siglo de historia familiar.

Hay escritores que dicen: "Me voy a sentar a escribir una novela que transcurra en el balneario de La Toja en mil novecientos veintitrés". Pues muy bien, piensa Marcos Ordóñez (Barcelona, 1957). Pero no es su caso: "Yo nunca sé cuándo, cómo ni por qué nacen mis libros". Sea como fuere, el último de ellos, Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph), comenzó a gestarse hace unos tres años, cuando el escritor y crítico teatral se sentó a hablar con su madre con la grabadora encima de la mesa. El resultado son estas memorias -la etiqueta se queda corta- noveladas, rebosantes de vida y de luz, que recorren su infancia, su escalera de vecinos, la Barcelona de los sesenta y más de un siglo de historia familiar.

Pregunta.- Estas memorias tienen mucho de novela. ¿Cuánto?
Respuesta.- Mucho, desde luego. Todo lo que no he vivido directamente, los relatos familiares de juventud de mis abuelos, de mis bisabuelos... El marco temporal arranca a finales del XIX. Quieras o no, las personas que aparecen en los relatos familiares que te cuentan otros se convierten en personajes. Incluso sucede con la propia memoria, el recuerdo es engañoso a veces. Pero lo que importa no es la exactitud, que es imposible, sino la intensidad del recuerdo.

P.- ¿Qué es lo que echa más de menos de la Barcelona de los sesenta y que no exista hoy?
R.- Varias cosas que son generales, más allá de Barcelona. En primer lugar, esa sensación de que los barrios de entonces tenían un aire de pequeño pueblo, con una vida vecinal importante. Mucha gente me pregunta: "¿Cómo puedes acordarte tan bien de tus vecinos?" Pues porque eran una extensión de la familia. Entraban y salían de tu vida y viceversa. Vivíamos una vida conjunta. Ahora la sociedad se ha atomizado mucho más. Ya no sabes quién vive en el cuarto. Por otra parte, los sesenta fueron una época bisagra: empezamos a tener electrodomésticos como la televisión, pero en las casas aún hacía mucho frío en invierno y mucho calor en verano y te tenías que bañar en un barreño. No diré aquel cliché de la España en blanco y negro porque siempre ha habido color, pero en los sesenta, por ejemplo, entró de golpe el naranja, que no era nada frecuente en los cincuenta.

P.- Utiliza la luz, la brisa, de una manera muy evocadora. ¿Los recuerdos sensoriales son buenos conductores de la memoria? ¿La avivan?
R.- Sí, y son fundamentales para trasladarla al lector. Cuando reconstruyes el pasado, tienes que intentar ser muy vívido sensorialmente, has de procurar que la cosa no se quede en lo anecdótico. Hay que convertir todo eso en materia narrativa, que las historias sean interesantes y a la vez el tejido sensorial de las historias tengan la mayor viveza posible. Siempre he sido lector de autobiografías, para mí son dos hitos inalcanzables Habla, memoria, de Nabokov, y Quemar los días, de James Salter, donde se aprecia especialmente esta plasticidad sensorial de la que hablo.

P.- La nostalgia del pasado se intuye en este libro como algo placentero, no como algo doloroso.
R.- El término no es exactamente nostalgia. Se trata de hacer presente una serie de cosas que no están. Ése es uno de los vectores de la literatura: se escribe, en parte, para recuperar lo que se ha perdido. En mis anteriores libros en los que trataba temas familiares había más conflicto. Ahora mi mirada ha cambiado, es más luminosa.

P.- En un pasaje del libro, le dice su madre: "No querías comer, sólo querías mirar". ¿Esa es la razón por la que se hizo crítico?
R.- Esa es la razón por la que me hice escritor, diría yo. Sin embargo, hace poco pensé que eso tiene un vínculo con una cosa a priori tan rara como la crítica. Empecé a escribir muy pronto, deslumbrado por El fantasma de Canterville, pero también, entre los 12 y los 14 años, empecé a escribir críticas cuando volvía de un espectáculo, en parte como si fuera un diario íntimo y en parte como si fuera a salir en el periódico del día siguiente. Era una forma de apresar algo tan efímero como el teatro, que sabes que nunca se repetirá del mismo modo. Eso es lo que tienen en común la literatura y la crítica: son formas de apresar lo efímero.

P.- ¿Cree que ha cambiado la figura del crítico teatral o su percepción por la sociedad desde que usted empezó a ejercer el oficio?
R.- El crítico tiene dos facetas: ser compañero de viaje de la gente del teatro y guía de la gente que va al teatro. Creo que una de las utilidades de la crítica hoy en día es, en un contexto en el que hay mucha información, poco dinero y poco tiempo, decir: "vayan a ver esto porque merece la pena y estará sólo tres días en cartel".

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