Detalle de la portada de 'El hijo del Reich', de Rafael Tarradas Bultó. Editorial Espasa

Detalle de la portada de 'El hijo del Reich', de Rafael Tarradas Bultó. Editorial Espasa

Letras

Embarazada de un alto mando nazi: empieza a leer 'El hijo del Reich', de Rafael Tarradas Bultó

Adelantamos las primeras páginas de la novela, con una trama de espías durante la Segunda Guerra Mundial, que se publicará el 28 de agosto.

19 agosto, 2024 01:29

Espionaje, contraespionaje, la Segunda Guerra Mundial, el nazismo, un secreto inconfesable, la doble vida de tres personajes... Estos son algunos de los ingredientes con los que el escritor Rafael Tarradas Bultó (Barcelona, 1977) ha compuesto su cuarta novela, El hijo del Reich, que la editorial Espasa publicará el próximo 28 de agosto tras el éxito de sus anteriores títulos: El herederoEl valle de los arcángeles La voz de los valientes.

La novela comienza en Londres en 1939. Cuando el agente del servicio secreto John Osbourne descubre que dos de los espías nazis más buscados están tras la pista de una tal Daisy García, tiene la certeza de que aquella desconocida guarda un importante secreto y que debe encontrarla.

No se equivoca. La española, empleada por una aristócrata inglesa como señorita de compañía, quedó embarazada de un alto mando nazi durante una estancia en Múnich. Desde entonces, y especialmente tras la declaración de guerra, huye del enemigo que quiere arrebatarle a su hijo, considerado un príncipe del Reich. En su huida da con la mansión de los Epson, Glenmore Hall, donde se ha acogido a un colegio. Allí, disimulado entre los niños y con la ayuda de la baronesa y de la baronesa viuda, decide esconder a su pequeño Pat.

Rafael Tarradas Bultó. Foto: Lupe de la Vallina

Rafael Tarradas Bultó. Foto: Lupe de la Vallina

Mientras tanto, en Madrid, los nazis encargan en secreto un plan de fuga para una familia de la élite del partido por si todo, cosa improbable, va mal. Para organizarlo han encontrado a Félix Zurita, un joven de mundo, habitual de las embajadas y las fiestas, con contactos que lo hacen idóneo para la tarea. La familia del español es amiga desde hace años de importantes jerarcas y, por tanto, de toda confianza; pero bajo el aspecto indolente de Félix se oculta un idealista dispuesto a arriesgar su vida ayudando a los aliados. Y también a una joven que intenta esconder a su hijo.

Una historia de amor y amistad, de planes secretos y falsas identidades, entre la España plagada de espías, la Inglaterra de las grandes casas de campo y la Argentina como refugio de nazis. Y dos jóvenes involucrados en el mayor y más determinante engaño de la Segunda Guerra Mundial.

A continuación, El Cultural te ofrece el comienzo de la novela:

1. Daisy García

Londres, 1939

Creía haberlos despistado en la estación, pero ya no estaba tan segura. No podían cogerla, no podían cogerlo. Sobre todo a él. Incluso si aquella huida no hubiera sido de la muerte, cosa que tenía muy clara, a veces era peor no tener futuro que morir. El niño carecía de toda culpa. Tenía cinco años y hablaba poco, quizá consciente del peso que a su temprana edad llevaba sobre los hombros. Había estado escondido desde su nacimiento. Ella también llevaba años medio escondida. Había creído que nadie la recordaría, que todos habrían olvidado a la criada de Agnes Strasse 16, pero estaba
claro que se había equivocado. Su madre le había dicho que su belleza le traería problemas, y así había sido.

No tendría que estar en aquella situación. Ni siquiera era inglesa, qué demonios. Tan solo era una pobre española de la provincia de Ávila que había aceptado ilusionada la oferta de trabajo de los Headland, unos ingleses que habían ido a cazar a la finca donde ella trabajaba y vivía desde niña. Cuando los vio, tan distinguidos, se esmeró más que con ningún otro huésped en atenderlos con maestría. La oferta para ir a trabajar a Londres llegó a los pocos días como una agradable sorpresa. No se lo pensó: escaparía de un lugar que adoraba, pero donde sentía que su vida se constreñía entre hectáreas de caza mayor, cultivos infinitos y poquísimas personas. Escaparía de un mundo diminuto en el que se había educado bien y había aprendido a leer, escribir y hablar inglés, algo realmente inusual pero necesario en aquella casa, donde la señora, una inglesa casada con el español que poseía todo aquello, había impuesto su idioma a todos. Así, como si la vida lo tuviera todo planeado, ella, que en realidad se llamaba Margarita, ya de muy pequeña se acostumbró a que la llamaran Daisy, la traducción de su nombre al inglés. Llevaba seis años viviendo en Londres y solo entonces empezaba a pensar que no había tomado una buena decisión: había esquivado la guerra en España, pero ya era imposible que evitara la que acababa de empezar en Europa.

El tren avanzaba entre la oscuridad, firme y seguro, con un traqueteo monótono y potente, adentrándose más y más en el campo, alejándose de Londres, cargado de niños con mochilas y abrigos con etiquetas que los identificaban. Algunos lloraban, otros miraban por las ventanas. Muchos de ellos nunca habían salido de la ciudad y ninguno sabía cuándo volverían. Nadie sabía nada con certeza en aquellos días.

Las despedidas se habían sucedido durante semanas en todas las estaciones del país. Los niños eran evacuados de las grandes ciudades. No solo de Londres, también de Manchester, Birmingham, Liverpool, Edimburgo... Si los adultos iban a morir bajo las bombas alemanas, por lo menos intentarían antes salvar a sus hijos. Exactamente igual que Daisy, aunque la amenaza que se cernía sobre ella no era una bomba, sino unas personas, y su hijo tampoco era uno más. Ni para ella ni para los alemanes.

Había una encargada por cada cincuenta niños, así que en aquel tren los infantes estaban en franca mayoría. Eso la ayudaba. Quizá, si lo hubiera dejado solo, nadie lo habría reconocido, pero no podía correr ese riesgo, pese a que de su mano era más reconocible. Sabía que los alemanes eran tenaces, pero su motivación tenía que ser forzosamente mayor a la de sus enemigos. Aquel niño era lo único que tenía.

Se metió en un compartimento que le pareció más tranquilo, tal vez porque los niños eran más pequeños y ya estaban cansados. Eran casi las nueve. Apartó a dos e hizo un hueco entre ambos para colocar a Pat. Enseguida su hijo se quedó dormido. Ella miró por la ventana. La noche oscurecía el paisaje inglés, pero la luna iluminaba lo que el hombre intentaba esconder: campos y más campos, granjas, puentes sobre ríos serenos y abundantes. De vez en cuando la silueta de alguna gran casa de campo se dibujaba en el horizonte. Pararon en pocas estaciones hasta que Londres quedó lejos. Entonces, cada cierto tiempo, un grupo de niños se apeó en alguna de las minúsculas poblaciones y acudió a su refugio. Grandes casas, instalaciones de todo tipo, ayuntamientos... Cualquier edificio apartado del epicentro de los bombardeos que tuviera suficiente espacio podía servir.

Había cogido el primer tren, porque era el primero que la alejaba de quienes la perseguían. No sabía dónde apearse, tan solo quería escapar.

No tenía sueño. Tampoco podía tenerlo. Debía estar alerta. Acarició la cara de Pat, metió la mano entre los rizos de su cabellera y después se levantó para asomarse al pasillo. Estaba totalmente ocupado por niños. Algunos seguían despiertos, cantando, riendo y también llorando; los más se adormilaban apoyados donde o en quien podían. Por suerte, el espacio estaba tan poblado que era difícil que se movieran de un lado a otro. Las encargadas los sorteaban con dificultad, intentando no pisarlos. Los pocos adultos que se habían visto obligados a coger aquel transporte sin estar involucrados en la evacuación de los niños nunca habían realizado un viaje tan incómodo.

Frente a la puerta de su compartimento, tres niños dormían profundamente dándose calor unos a otros. Colocada a sus pies, cada uno llevaba una pequeña maleta, con una etiqueta igual a la que cada pequeño llevaba prendida en su abrigo para identificarla como suya. Daisy sabía lo que contenían. Algo de ropa, quizá una foto, y la máscara de gas que todos sabían ya cómo colocarse. Malditas guerras.

El tren aminoró la marcha y, como había hecho en las paradas anteriores, Daisy miró por la ventana para comprobar el nombre de la pequeña estación a la que estaban llegando: «Highpond», creyó leer bajo una luz mortecina, velada por la niebla y la oscuridad. El convoy se detuvo y poco después oyó cómo los monitores se afanaban por hacer descender de los vagones al grupo de niños que se refugiaría en aquella zona. Los vio bajar y colocarse en filas, y a los adultos al cargo pasar lista revisando las etiquetas que identificaban a cada niño. Eran casi las doce, y Daisy sonrió al ver cómo los pequeños se movían adormilados. Algunos parecían capaces de dormirse de pie. El tren aumentó su rugido poco a poco, preparado para reemprender el viaje, y el jefe de la estación ya había ordenado la salida cuando dos hombres vestidos de oscuro, con largos abrigos de cuero, salieron del edificio de la estación y, cruzando el andén rápidamente, se subieron al último vagón. No los había visto antes, pero eran inconfundibles, igual que los que la habían seguido por Londres, igual que los que estaban determinados a quitarle lo único que tenía.

Con el corazón a punto de salírsele del pecho, se asomó al pasillo del vagón justo en el momento en que un revisor pasaba por delante de su compartimento. Lo paró.

—¿Falta mucho para la siguiente estación? —preguntó temiendo la respuesta.

El hombre se sacó un reloj de bolsillo del chaleco y lo acercó a sus ojos.

—Dieciséis minutos hasta High Glenmore. Luego una hora y veintidós hasta Moreton.

Daisy sonrió levemente. Tenía una oportunidad. Se bajaría en High Glenmore, fuera lo que fuera que hubiera allí. Tan solo tenía que hacerlo sin ser vista. Cogió a Pat en brazos y salió de su compartimento para ir hacia la cabeza del tren, el lugar más  distante del vagón que en aquellos momentos estarían revisando los hombres de los que estaba decidida a escapar. Le alivió un poco pensar que el mismo trabajo que le estaba costando a ella avanzar por el pasillo aún repleto de gente lo estarían sufriendo sus enemigos. Revisar un espacio como aquel, de noche, con la gente adormilada y escondida bajo bufandas y mantas, no era fácil. La situación los había vuelto a todos grises, y el gris era un color adecuado para camuflarse. Lamentablemente, parecía que no había previsto que nadie se apease en High Glenmore, así que ninguna masa de gente disimularía su huida. Esperó unos minutos hasta que la luz de la estación apareció al final de la vía. El tren aminoraba la marcha una vez más para acercarse poco a poco a la parada. Tan solo tres personas esperaban para subir, y había otro tren en la vía paralela presto a partir en dirección opuesta, previsiblemente hacia Londres. Perfecto.

Esperó a que los que aguardaban en el andén subieran al tren. Luego, a que el jefe de estación indicara que podían reanudar la marcha. Antes de que lo hicieran, saltó del vagón con su hijo. En el andén, frente a los vagones de cola, uno de los hombres que la perseguían había bajado y estaba a punto de volver subirse. La vio. Estaba a casi cien metros, pero la reconoció y echó a correr hacia ella.

Asustada, Daisy corrió a su vez hacia la locomotora y, justo cuando esta empezaba a moverse, saltó por delante de ella con Pat en brazos y cruzó la vía hacia el otro andén. Fue hacia el tren que estaba a punto de iniciar la marcha en dirección opuesta, pero, en lugar de subirse, se colocó bajo el último vagón, tendida en el suelo entre las vías. Oyó los pasos apresurados tras ella y vio a su perseguidor saltar y entrar en el  vehículo. Enseguida, el tren se puso en marcha. Con la mano puesta en la cabeza de Pat, se cercioró de que no la levantara ni por un instante mientras el estruendo metálico lo llenaba todo. Con la otra mano, sujetó el guardapelo que llevaba siempre colgado de una cadenita corta, al cuello, y que sobresalía por encima de blusas y vestidos, casi como un camafeo. En el interior guardaba una foto de su madre y de su padre. Lo agarró con fuerza mientras los invocaba una y otra vez: «Por favor, mamá;
por favor, papá, proteged a mi hijo». Tuvo muchísimo miedo, y, hasta que el sonido se alejó, no estuvo segura de haber hecho lo correcto. El niño lloraba y ella también lo hacía, quedamente. Pero se hizo el silencio y, tras abrir los ojos, Daisy soltó el guardapelo y sujetó a su hijo para ponerse en pie. Había sido arriesgado, pero su enemigo se alejaba. Dos hombres, cada uno en una dirección, subidos a dos trenes. Ninguno la encontraría de momento.

Se subió al andén y salió rápidamente de la estación a un cruce de caminos: tres caminos, tres posibilidades, y nada en el horizonte. Sin ningún motivo, tomó el de la izquierda y, a paso ligero, con Pat de la mano, anduvo entre la oscuridad y la niebla que matizaba la luna. No tenían frío porque no tenían tiempo ni de pensar que lo hacía. «Pobre niño», se dijo mirando a su hijo, que se había acostumbrado a no pertenecer a ningún sitio, a estar siempre huyendo y desconfiando. La desconfianza nunca había sido un buen material para crear nada, qué duda cabía, pero de momento no había otra opción, y en su éxito como madre estaría revertir aquella situación. Que todo lo malo que acarreaba su niño en sus primeros años y en su misma sangre no impidiera que fuera una buena persona. Nada más. Nada menos.

No sabía a dónde iba; tan solo se alejaba del peligro, que no era poco. Sufría por su hijo más que por ella, y no podía evitar sentirse culpable por proporcionarle aquella vida y no otra. «Te lo compensaré», pensó mirando al pequeño, que estaba muy cerca de necesitar que lo volviera a llevar a cuestas. El camino se estrechó un poco y los arcenes parecieron de pronto más cuidados, casi recortados. Poco después, a ambos lados, dos grandes torreones acabados en pico marcaban la entrada a un recinto. En sus cumbres, dos grifos alados de piedra guardaban cada una de las construcciones, de estilo Tudor, con secciones hechas en ladrillo que Daisy, en la oscuridad, supuso rojo, y en piedra oscura, llena de moho y líquenes. A uno de ellos se abrazaba una densa enredadera. En la pared del otro, grabado en piedra blanca, quizá mármol, pudo leer: «Glenmore». Ninguna de las torres parecía destinada a nada más que a advertir que se entraba en una finca privada; no parecían habitadas. Siguió su camino, imaginando que aquellos formidables grifos giraban las cabezas para mirarla avanzar desde la altura. No tuvo miedo. Se había acostumbrado a temer mucho más el mundo real que el imaginario.

A partir de aquel punto, la naturaleza a los lados cambió un poco, y el horizonte se ensanchó, de forma que, incluso de noche y a la escasa luz de la luna, sus ojos pudieron ver mejor. Prados ondulantes salpicados de sombras oscuras proyectadas por árboles formidables, grupos de puntos blancos que supuso ovejas, y el camino, que ya no describía curvas, sino una recta perfecta y larga jalonada de grandes robles. Siguió andando. Llevaba tres horas desde que había saltado del tren y Pat dormía agarrado a su espalda cuando, con sus fuerzas agotándose, unas luces aparecieron al final del camino y, sin más ideas, aceleró algo el paso hacia ellas. Cruzó una cancela abierta,  con barrotes acabados en punta y volutas aristocráticas, y, conforme se acercó, la bruma reveló la gran casa de campo que presidía el lugar. Era enorme, Daisy calculó que la fachada tendría por lo menos cien metros de largo, con dos pisos nobles con altas ventanas y un tercero inequívocamente destinado al servicio, con aberturas más pequeñas colocadas en orden justo antes de la balaustrada que coronaba la edificación.

No podía llamar a la puerta y arriesgarse a que no le dieran cobijo, pues la hospitalidad de las casas de campo hacia los que arribaban a sus puertas no seguía una norma común. Podrían haberse apiadado de ella o haberla llevado hasta la entrada de la finca para que se alejara de aquellas tierras lo antes posible.

Sin acercarse demasiado, giró y se adentró en el jardín formal que empezaba en uno de los lados del edificio, fácilmente reconocible por su arco de entrada pulcramente recortado en el seto. Sorteó varios parterres entre el rumor débil del agua de algunas fuentes y surtidores, que, como la casa, parecían dormir. Al final de una avenida de tejos con caprichosas formas, sus ojos reconocieron la sombra de una edificación. Se acercó. Era un templete cerrado, una habitación de jardín, un pequeño edificio redondo, con cúpula y rodeado de un porche. Entró por una puerta lateral y se alegró al comprobar que en el interior la temperatura aumentaba; también que la habitación
estaba cómodamente amueblada, con un conjunto de tresillo y butacones de cojines mullidos. Sobre uno de ellos había una manta. Recostó a Pat y se pegó a él, tapándose. No podía pensar en nada que no fuera dormir y tampoco sabía mirar más allá de aquella noche. Jamás se había sentido tan cansada. Apenas había apoyado la cabeza en los cojines cuando se quedó profundamente dormida y sus sueños la devolvieron a la pesadilla acaecida años atrás.