Desde el estallido de la crisis, la crisis económica mundial que trata de devorar, en primer lugar, a los pequeños, a los pequeños países que una vez soñaron con estar entre los grandes, y a las clases medias (y bajas) que por un momento se sintieron con el derecho y las posibilidades de vivir como ricos, Petros Márkaris (Estambul,1937) se ha propuesto dotar de un sentido a su ficción criminal, darle una misión a su comisario, el entrañable Kostas Jaritos, convencido de que la novela negra no sólo debe tomarle el pulso a la realidad social del momento sino que es el medio más fiable, por ser el más libre, a la hora de exponer la situación, señalar culpables y, por qué no, como en esta novela, adelantarse al futuro. Porque la octava entrega del comisario Jaritos arranca la Nochevieja de 2013, una Nochevieja especial en Grecia y en España por dos cosas: es la última en la que puede pagarse en euros (vuelven el dracma y la peseta) y el gobierno está a punto de anunciar la suspensión de pagos durante el primer trimestre del año (los funcionarios no cobrarán los primeros tres meses de 2014).
Las manifestaciones se suceden, los políticos temen salir de casa y la policía tiene que hacer horas extras (que no va a cobrar) para hacer frente a los disturbios. En tan delicado momento aparece el cadáver de Yerásimos Demertzís, un conocido contratista que pudo haber estafado dinero durante la construcción de infraestructuras destinadas a acoger los Juegos Olímpicos de Grecia en 2004. Lo extraño es que, pocos días antes del hallazgo del cuerpo, su hijo, estudiante de Física modélico, ha sido detenido por traficar con drogas. El comisario empieza a investigar porque algo huele francamente mal.
Entre la crítica feroz (quizá más evidente y efectiva que la de sus dos últimas entregas, Liquidación final y Con el agua al cuello, empezando por la cita bíblica con la que arranca la novela: “Se repartieron mis vestiduras y se jugaron a los dados mi túnica...”) y el misterio (político) de construcción clásica, el octavo caso del bueno de Jaritos edifica un sólido retrato de la desesperación ciudadana de la Grecia actual, que en nada tiene que envidiarle a las crónicas periodísticas que se leen a diario (están los jóvenes sin trabajo, y el estoicismo de aquellos que se han resignado a volver a los 50 y se compran monederos con muchos bolsillos para guardar dracmas, puesto que sólo un café cuesta la friolera de 1.000 dracmas). Un retrato que intenta comprender al verdugo (“¿Me permite que le diga una cosa? Puede que los políticos hayamos cometido errores, y los cometimos, pero también hicimos muchas cosas por este país”) y se posiciona junto a la víctima, una víctima que ha dejado de compadecerse y ha pasado a la acción, un lobo con piel de cordero al que el escritor no juzga, pero señala.
He aquí el verdadero logro de la novela pues, dando por supuesta la maestría de Márkaris en la construcción del caso, lo interesante es la manera en que documenta (o vaticina) el fin de la inocencia de los pequeños países, sí, pero también la de las personas que asistieron al banquete y no probaron bocado. Otro golpe maestro del escritor indignado.