Despertar en Fort Worth
Pendleton, Oregon, 1950
La idea de hacer un recorrido por Dallas saludando a la multitud le ponía de mal humor, ¿Por qué no vas tú sola? Te pones tu traje rosa y tu gorrito a juego, y saludas desde el descapotable. Me revienta Texas. Y los texanos. No soporto a esos palurdos.
-Ese búho es de Picasso -dijo Jackie bostezando.
-¿La escultura? Podría haberla hecho un niño.
-Pero la hizo Picasso. Habría que darle las gracias a esa mujer.
-¿Por qué no vas tú sola?
-Podemos darle las gracias por teléfono.
-Digo a Dallas. Te pones tu traje rosa y tu gorrito a juego y saludas desde el descapotable. La gente te adora. ¿De qué mujer hablas?
-No sé cómo se llama. La que ha metido esta colección de arte en la suite, me la presentaron anoche. No te has dado cuenta, ¿verdad? También hay un Monet.
-¿Sólo franceses? ¿No hay un americano?
-Feininger.
-Muy americano no suena.
-Mi apellido tampoco.
Lo primero que hizo Jackie al llegar a la Casa Blanca fue redecorarla como si fuese un museo, la llenó de cuadros, de bustos, de muebles antiguos. Y en los tres meses que habían pasado desde la muerte de Patrick parecía haberse obsesionado aún más con el arte, como si los otros dos niños no pudiesen por sí solos compensar su ausencia. ¿Cómo puede un bebé que sólo vive dos días dejar un hueco así en una mujer? A él le había dejado casi indiferente, aunque nunca lo habría confesado. De hecho, ni siquiera deberían haberle puesto nombre. Un nombre te da una identidad, y no puedes tener una identidad con sólo dos días de vida. Tampoco le pones un nombre a un feto.
Jackie se había girado en la cama hacia él y se sintió descubierto.
-¿En qué piensas?
-En nada. Bueno sí. Que me revienta Texas. Y los texanos. No soporto a estos palurdos.
-Shhh. Podría haber micrófonos escondidos. Edgar sería capaz.
-Edgar sería capaz de cosas mucho peores.
-Venga, levántate.
-No puedo levantarme, mierda, no puedo levantarme.
-¿La espalda?
-¿Tú has visto a un presidente que tenga que bajar las escaleras de lado? Ahora, si no es en brazos de un guardaespaldas, no puedo ni subir al avión. La próxima crisis internacional la va a tener que resolver un puto inválido.
Jackie no soportaba que dijese palabrotas, aunque no estuviesen los niños delante.
-Roosevelt iba en silla de ruedas -respondió-. Y seguro que no se quejaba tanto.
Se levantó enérgicamente haciendo bambolearse el colchón y salió del dormitorio. A veces no cerraba la puerta del cuarto de baño para poder seguir conversando con él desde allí. Una costumbre no muy agradable. Pero esa vez sí cerró.
A él le parecía que tampoco se quejaba casi nada, pero cada vez le costaba más mantener la sonrisa. Y le habían dicho que era su sonrisa la que le volvía tan simpático a los votantes. Una sonrisa de galán de cine. ¿Cuándo habían empezado a sonreír los presidentes? Nadie se imagina a Jefferson, ni a Washington ni a Lincoln sonriendo como idiotas. Los presidentes antes eran gente seria.
Quiso girarse aún tumbado para llamar por teléfono al médico y pedirle que le inyectase novocaína, pero el dolor fue tan intenso que empezó a sudar de repente. Puta espalda. Ya ni follar podía, al menos no siempre. Un presidente impotente, para morirse de risa. Le habían explicado que era culpa de las anfetaminas, pero a quién le importaba de qué era la culpa. Ellas no lo llevaban mal, eran afectuosas, hacían lo que podían. Él les explicaba que tenía dolores de espalda desde que le hirieron en el Pacífico. Y ellas se conmovían con esa patraña heroica. Se esforzaban, pasaban el dedo por las cicatrices de las operaciones, que creían producidas por balas, las besaban, las lamían. Tú relájate, le decían, déjame hacer a mí. Relájate. Lo único que le relajaba un poco era el Phenobarbital. Cariño, eres un drogadicto, le había dicho unos días antes Jackie observando con fascinación cómo él iba tomándose una tras otra varias pastillas que había alineado sobre el escritorio. Todos los presidentes han sido adictos a algo, le había respondido y ella fingió escandalizarse.
Jackie dio un gritito casi al mismo tiempo que se escuchaba el estallido de algún frasco de cristal al chocar contra el suelo. Siempre se le estaban cayendo cosas, aunque el grito no había parecido de sorpresa sino de rabia. Se le vino a la mente un retazo de una pesadilla que había tenido esa noche. A decir verdad, no era exactamente una pesadilla, aunque debería haberlo sido. En ella Jackie gritaba, pero con más desesperación que hacía unos segundos, y tenía el vestido y la cara manchados de sangre; sin embargo, él, en el sueño, no se asustaba ni se sentía mal, al contrario, tenía una agradable sensación de placidez. Intentó acordarse de otros detalles pero no había más, como si sólo hubiese soñado ese momento en el que Jackie gritaba cubierta de sangre.
Se incorporó muy despacio y se giró con precaución para abrir el cajón de la mesilla. Sacó la caja de anfetaminas, rompió un blíster, introdujo la pastilla en la boca. Mirando de reojo hacia la puerta del cuarto de baño se tomó una segunda. Era la única manera de conseguir salir de la cama. Se levantó poniéndose una mano en los riñones. El dolor le hizo gemir, pero no tan alto como para que lo oyese su mujer. Necesitaba una inyección cuanto antes, pero también necesitaba usar el baño. Entró sin llamar.
Jackie estaba sentada en el borde de la bañera, con los codos apoyados sobre las rodillas y la cara entre las manos. Olía tanto a perfume que parecía que hubieran pulverizado ambientador; un ambientador de cincuenta dólares. Dentro de la bañera estaba el frasco hecho añicos. Prefirió no hacer preguntas.
-Te juro que es la última vez que vengo a Texas. Aunque me cueste la reelección. ¿Me oyes, Jackie? La última vez. Anda, ven a la cama. Todavía tenemos un cuarto de hora.
-Llama a esa mujer, ¿ok? El número está encima de la mesa -dijo, sin apartar las manos de la cara.
Jackie nunca olvidaba nada. Ese era su problema. Y pensaba demasiado. No podría ser presidente; para serlo no puedes pensar tanto, y desde luego tienes que olvidar. Tienes que olvidarlo casi todo, delegar la memoria en tus consejeros.
Jack entró a la sala, miró el reloj, levantó el teléfono. Volvieron a tocar discretamente a la puerta. Tenía que prepararse, pero antes iba a llamar a esa mujer y decirle lo maravillosas que eran las obras de arte que había elegido. Si eso hacía feliz a Jackie, llamaría, aunque fuese lo último que hiciese en el mundo. Con el teléfono en la mano, y ya ensayando una sonrisa como si la mujer pudiese verlo, miró por la ventana y pensó que se ganaría el corazón de esos texanos ultraconservadores. Él y Jackie los iban a seducir. Iba a ser un buen día, después de todo.