Al principio solo cabía el escepticismo, la sospecha de que difícilmente una serie que nace de un hito cinematográfico de hace veinte años pudiera alcanzar una autonomía propia en el paisaje de la teleficción contemporánea. Pero la inteligencia de Fargo, la serie, no en vano producida y supervisada por los propios hermanos Coen, no solo logra que la ficción catódica se labre su propia independencia respecto al origen cinematográfico, sin que en virtud de una extraordinaria maniobra de asociaciones argumentales y atmosféricas respecto al clásico moderno que filmaron los cineastas de Minnesota en 1996, convierte la serie (ya se han emitido nueve de los diez episodios de la primera temporada) en un spin-off casi imprescindible respecto a la película. Fargo, de la cadena Fox, es junto a True Detective la serie más novedosa, ambiciosa y disfrutable de cuantas se han incorporado a la parrilla televisiva este año.
En algún momento, años atrás, cuando Fargo fue celebrada por público, crítica y galardones a tutiplén (incluyendo los Oscar) como la puerta de entrada al thriller noir moderno (la resolución de crímenes abyectos en un escenario nevado deslumbrantemente blanco transformó el concepto a thriller blanc), los propios hermanos Coen fantasearon en varias entrevistas con la idea de una secuela. Un maletín de dinero enterrado en la nieve era el apetitoso cabo suelto que daría pie a la continuación de la trama. Joel y Ethan Coen no parecen haber olvidado esa posibilidad a lo largo de los años, y con la complicidad del guionista Noah Hawley (responsable de Bones) han encontrado la mejor forma de ponerla en práctica, aunque la serie no establezca esa conexión argumental (hasta entonces solo lo es de tono y atmósfera) hasta el cuarto capítulo.
Lo cierto es que el magnífico, angustiante episodio piloto plantaba los cimientos de una serie que avanza en controlado crescendo, y cuya trama, como siempre ocurre en los Coen, se enreda a partir de las decisiones de personajes de naturaleza expansiva, capaces de desprenderse de la máscara de la caricatura y el estereotipo para adquirir una vida propia y una personalidad compleja. Un ejemplo claro es el del protagonista Lester Nygaard, el vendedor de seguros intepretado con maestría por Martin Freeman (que antes de ser El hobbit, ya se convirtió en un rostro imprescindible de la revolución televisiva británica: The Office y Sherlock), y que a su modo vendría a ser un sosias del personaje inepto para el crimen interpretado por William H. Macy en la película. Lo fascinante de este personaje, víctima de la represión conyugal, es que su trayecto en busca de la autoestima encierra en sí mismo la más salvaje estupidez con la más sorprendente inteligencia.
El retrato de personajes es esencialmente coeniano. Humor, intensidad y extrañeza. La traslación catódica de su universo nevado en un pueblo de Minnesota les permite retorcer las expectativas y ampliar la complejidad de su mundo, de manera que el retrato de la esencia del mal y la codicia que recorría el filme –y que descansa sobre todo en la sanguinaria figura del mercenario Lorne Malvo (Billy Bob Thornton), uno de los más inteligentes y aterradores psicokillers de la pequeña pantalla– encuentra en su peculiar humor macabro el perfecto modo de canalizar una trama tomada por el exceso y el calculado caos. Cuando en el capítulo octavo, el relato da un sorprendente salto temporal, comprobamos que las ambiciones de la serie pasan por romper cualquier tópico que se cruce en su camino.
La matemática del guión permanece en equilibro con una extraordinaria puesta en escena. Hay dos series que inevitablemente llaman al recuerdo frente a las imágenes de este Fargo. Ni más ni menos que Breaking Bad –en el ritmo a la hora de plantear situaciones imposibles y en el arranque de los episodios con escenas aparentemente descontextualizadas de la trama, aparte de la aparición de Bob Odenkirk– y True Detective –en lo que concierte a algunas decisiones de puesta en escena singularmente cinematográficas: un tiroteo en la densa niebla, un plano secuencia recorriendo la fachada de un edificio, la intensidad de los interrogatorios, incluso la recuperación de un caso de homicidio supuestamente “cerrado” por parte de dos detectives de color.
Son muchos los elementos de seducción y adicción de Fargo, desde sus personajes secundarios a su estética y atmósfera. Los Coen tomaron la premisa de partida del filme, esa gran ironía con la que los rótulos de apertura (exactamente los mismos del filme incrustados al principio de cada episodio) nos anuncian que todo lo que vamos a ver ocurrió realmente, pero no para recrear la película, sino para construir otra cosa, más gigantesca, a partir de sus conquistas. Siguiendo el modelo de producción True Detective y también de American Horror Story, FX asegura que será una “serie antológica”, esto es, que cambiará de personajes y de trama en la segunda temporada. Lo cierto es que el entorno del medio Oeste, con todas sus pequeñas y extravagantes comunidades (esta temporada transcurre en gran parte en Duluth, la tierra natal de Bob Dylan) dan juego para todas las temporadas que uno quiera.
Fargo ya se ha convertido, con pleno derecho, en la nueva obsesión de la telefilia.