Triple post por entregas en respuesta a “Las series son la droga caníbal”, publicado en el blog de Fotogramas, por el cual el redactor de la revista Philipp Engel anuncia que se “quita” de las series: “Ante la magnitud del desastre –un público de oficinistas obsesionados con las series, y la crítica que le apoya–, me he quitado de la ficcion televisiva. Para siempre jamás”.
[caption id="attachment_547" width="560"] Matthew McConaughey en True Detective (2014).[/caption]No voy a negarle a Philipp que, como sospecha, las series han transformado mis hábitos de consumo y puede que hasta de apreciación audiovisual, pero también creo que esos efectos son generalizados (aunque sea de forma inconsciente), propios de un tiempo de mutaciones en que las pantallas ya no son lo que eran y el cine, desde luego, tampoco lo es (ni debería serlo), tanto para espectadores como para creadores. Creo que la multiplicación de sagas, precuelas y secuelas en la pantalla grande no tiene mucho que ver con ello, si bien una película tan interesante, y a su modo fascinante, como El atlas de las nubes, de los otrora endiosados Wachowski, es a mi modo ver una película solo posible en una era en que los seriales y la proliferación del relato gobiernan el tiempo de la narración audiovisual. Y de eso deben saber algo los creadores de la saga Matrix.
Sí, puede ser cierto que los novelones por entregas pertenecen a “un modelo clásico que, en el campo literario, caducó en los años 50” (como escribe Philipp), si no antes, pero también ha sido la pequeña pantalla la que en esta primera década del siglo XXI ha facilitado la pervivencia del relato de calidad. Y eso deberíamos agradecerlo a The Wire, a Lost, a Battlestar Galactica. Mientras la ficción cinematográfica ha avanzado hacia su disolución y vaciado, hacia la replicación en serie de productos exitosos o hacia el ensimismamiento de los discursos de autor y las corrientes generadas en festivales (Philipp, compañero de fatigas en Cannes, bien lo ha experimentado), las teleseries han sido capaces de preservar su confianza en la proliferación del relato audiovisual: han creído en las historias y sus contorsiones.
No es que el mejor cine se haga hoy en la televisión, no seré yo quien convierta esa memez en un axioma, pero sí creo que las probabilidades de encontrarte “buen cine” o, sencillamente, buenas historias y buenos personajes, son desde hace algún tiempo mayores frente a la pequeña pantalla. Y además todo ello se ha producido, se sigue produciendo, bajo el impulso de sorprendentes desafíos formales y estéticos. No podemos pedir más.
A la luz de ciertas películas recientes que no solo han reventado las taquillas sino que han encontrado cierto consenso crítico, como Origen, parece evidente que las grandes producciones cinematográficas no están en condiciones de competir dramáticamente con las teleficciones más avanzadas en la conquista de sus ambiciones. No sé si Philipp pasó por una experiencia similar, pero viendo el filme de Nolan –que considero un perfecto fracaso– tuve la sensación de que los traumas de su protagonista, y en cierto modo todo el dispositivo estético-narrativo, hubieran podido llevarse más lejos en el formato serial. Quizá por razones similares, Martin Scorsese planea ahora adaptar Shutter Island a la pequeña pantalla. El relato y sus múltiples formas y variantes y aproximaciones le pertenece al medio televisivo.
Por supuesto, cualquiera podría utilizar este argumento en mi contra para señalar de qué modo las series han trastocado, alterado o estropeado mi apreciación cinematográfica. Pero aunque así fuera, no deja de ser algo natural y necesario que la actitud crítica del espectador, determinada por las expectativas y la evolución del arte audiovisual, cambie constantemente y esté abierta a todo tipo de influencias, como lo ha hecho siempre a lo largo de la historia del cine. Puede ser cierto que la televisión se refleja en la novela victoriana (aunque creo que las grandes series han ido algo más allá, han saboteado los límites), pero en todo caso hay que admirar que, al igual que Dickens, George Eliot, Balzac o Flaubert en su tiempo, los autores televisivos abrazan la ironía de criticar una sociedad diezmada por el consumismo industrial empleando precisamente la invención mediática más industrializada y consumista de la sociedad. En muchos sentidos, la teleficción está mostrando lo que la propia televisión había arruinado: nuestro ecosistema social.
La revolución televisiva no ha sido contra el cine, sino contra la propia televisión (o la ficción televisiva), que afortunadamente ha cambiado para siempre.
De filias y fobias
Me detengo en todas estas obviedades porque creo que hemos detestado la televisión durante demasiados años como para que ahora podamos permitirnos amarla un poco, y dejar de demonizarla. Con una elocuente metáfora, Godard decía que en el cine miramos hacia arriba y para ver la televisión miramos hacia abajo. Eso pudo ser cierto en el pasado, pero ahora no. Al menos en lo que respecta a la teleficción, porque el resto, excepto para ver deportes, sigue siendo una porquería. Es posible que las grandes convulsiones del cine moderno que se vivieron en los años sesenta, las hemos vivido en este principio de siglo en la televisión, donde se ha producido una política de autores o, más bien, política de creadores y showrunners.
El cine de los sesenta que protagonizó las rupturas de la modernidad está mitificado, solo faltaría (y Philipp, cuyos gustos cinéfilos creo conocer un poco, participa de esa mitificación), como hoy lo están las series, quizá porque desde Los Soprano hasta True Detective, la teleficción norteamericana ha sabido tomarle el pulso humano y espiritual al arranque del tercer milenio con mayor exactitud que cualquier otra manifestación artística popular. Y yo eso, al menos de momento, no quiero perdérmelo.
Mi generación, nuestra generación (bueno, Philipp es un poco más viejo que yo), ha pasado con placer por la cinefilia para llegar hasta la telefilia, y creo que ambas filias no son excluyentes y pueden convivir en perfecta armonía, que la filia hacia una no debe traducirse en fobia hacia la otra. En algunos casos se enriquecen y en otros pueden tener efectos nocivos, pero en todo caso los intercambios y contagios son fascinantes. En este sentido, recomiendo a Philipp y mis lectores que lean el especial Home Theater elaborado por el site Reverse Shot (o al menos su brillante introducción), en el que descubrirán que varios críticos internacionales ponen a dialogar las series (capítulos en concreto) con ciertas películas, de modo que encontramos con pasmo cómo Los Soprano se cruza con Irreversible, Mad Men con A propósito de Llewyn Davis o Louie con Kramer contra Kramer.
Creo que lo que en el fondo no le hace gracia a mi querido amigo Philipp es que la telefilia se haya vuelto mainstream. Lo que le molesta es el “ruido seriófilo” a su alrededor. Como a tantos de nosotros. Pero ese ruido no procede de la televisión, así que aunque la apaguemos, seguiremos escuchándolo.
Ambos practicamos la crítica cinematográfica desde hace años, y he acabado convencido de que en estos tiempos un crítico de cine también debe serlo de la televisión. Si no quiere o siente la necesidad de escribir sobre las ficciones que encierra la pequeña pantalla, al menos debe conocer qué está ocurriendo ahí dentro. Por lo tanto, creo que cualquier periodista especializado en cine comete un error si abandona su “pequeña” adicción (la de Philipp mucho menor que la mía en todo caso) a las series. Si eres un crítico de cine, tienes que ver series de televisión. Es el tiempo que nos ha tocado vivir. Lo considero un axioma, hasta una obligación. Desde que David Chase lo estableciera, en nuestro oficio sería prácticamente una negligencia profesional ignorarlas.
To be Continued…
En la tercera y última entrega, hablaré de los mecanismos de mi adicción y de por qué la llevo con orgullo.