Tengo aún en la cabeza, soliviantándome los axones, el libo de Mark Evan Bonds que acabo de reseñar para El Cultural. A ver si con este post/desbarre termino de ventilar la cuestión y se me serena el neuronamen. El libro se titula La música como pensamiento y va de la vieja cuestión de si la música instrumental significa algo, o sea, si puede o no transmitir ideas. Bonds dice que sí. Estudia el caso concreto del nacimiento de la sinfonía en el siglo XVIII y su extraordinario crecimiento y expansión durante el cambio de siglo siguiente en los países de lengua alemana. En un análisis sorprendente, pero riguroso, acaba asegurando que las sinfonías de Mozart, Haydn, Beethoven, Schubert, Schumann, Mendelssohn y los demás, y la propia existencia de la sinfonía como género y, sobre todo, su plasmación en ese ritual cívico-artístico que es el concierto sinfónico en un local público, resultaron clave en la propagación entre los europeos germanoparlantes de las ideas de ciudadanía, de convivencia entre iguales, de sociedad democrática, de estado ideal y, poco después, de espíritu del pueblo, de estado pangermánico y de Alemania, primero como aspiración y luego como nación, como estado y como Reich.
De la sinfonía al nacionalismo: bonito salto. Para contribuir a una activación nacional de ese tipo en los territorios de lengua italiana, Verdi necesitó palabras. Los teutones, no. Bueno, están las óperas de Wagner, pero quizá todo ese aparataje verbal de sigfridos y brunhildas no era necesaria. La bandera musical de lo alemán había sido levantada ya por los sinfonistas.
La sinfonía, con todos sus conceptos adyacentes, en realidad traza una raya que parte y clasifica a Europa en norte y sur. Por encima de la raya, la protagonista es la orquesta, conjunto organizado de individuos, subida al el escenario, dibujando dramaturgias puramente musicales, colectivas, complejas, polilineales. Por debajo de la raya el protagonista es el cantante individual, ministro de una dramaturgia mixta, músico-literaria, para la que se hace acompañar por una orquesta sencilla, homófona, homogeneizada, subordinada, escondida en el foso. Por encima de la raya hay estructura, música como pensamiento; por debajo, canto, texto musicado, música como ilustración. Por encima, temas, que interactúan y se enzarzan; por debajo, melodías, que se oyen y se recuerdan. Música de pensar o de silbar (¡gran desbarre, pasada de varios pueblos!).
Es una raya que se cita a menudo en este y en otros muchos contextos, pero nunca se ve definida con precisión, porque más que raya es franja, a veces anchísima. Mil años de historia de Europa la han trazado y borrado y vuelto a trazar y a borrar, casi siempre en sangre. Líneas Maginot o Sigfrido. ¿De Dunquerque al lago Lehman? Arriba cerveza y abajo vino. Arriba mantequilla y abajo aceite. Arriba luteranos y abajo papistas. Arriba sonido de oboe cerradito y ordenado; abajo sonido de oboe abierto, nasal, alegremente dulzainero. Arriba variantes del antiguo alto alemán, abajo del latín y del griego clásico. Y más lugares comunes: rubios o morenos; serios o guasones; cuadrados de vela vikinga o triángulos de vela latina; casco con cuernos o con penacho; y así sucesivamente. Pero la raya definitiva la traza la moqueta. Arriba, moqueta por doquier (hasta en el cuarto de baño y ?¡Madre del Amor Hermoso!? en la cocina); abajo no. Abajo losetas, fregadas a diario con la honesta fregona y oliendo siempre a Tenn.