Cinco reflexiones sobre la infinitud de la ficción televisiva (y sus criaturas) a propósito del final de True Blood.
1. El título de este post es el del cuarto capítulo de la temporada final de True Blood (7.4. Death is Not the End). Hace referencia sobre todo al tramo final del episodio, un momento especialmente emotivo para los que han llegado, propulsados por una extraña confianza o una sospechosa adicción, a la séptima y última de las temporadas de la serie. Arlene (Carrie Preston), herida de muerte por un vampiro, se plantea la posibilidad de abandonarse al otro lado aunque tenga la oportunidad de sanar inmediatamente bebiendo sangre de otro vampiro. Se resiste moribunda en los brazos de Sookie (Anna Paquin). Sólo quiere reunirse con su difunto marido, Terry (Todd Lowe), uno de los personajes más entrañables y genuinamente nobles de la serie que los guionistas decidieron eliminar la pasada temporada (con la conciencia, seguramente, de recuperarlo con fines emocionales). En su negociación con la parca, Arlene tiene una visión: Terry se acerca a ella desde el otro lado, envuelto en un halo de luz. Producto del delirio o la lucidez pre-mortem, mantienen una conversación y deciden que aún no ha llegado el momento, pero que él la espera al otro lado para cuando ella esté preparada: “Deberías quedarte. Sé feliz”. Finalmente Arlene bebe la sangre reconstituyente. Ha encontrado el remedio a su duelo. La muerte no es el final.
2. El título de este post, y del episodio 7.4 de True Blood, es también el mantra subterráneo que ha recorrido toda la temporada (una enfermedad mortal se ha extendido como una empidemia entre la población vampírica, poniendo en riesgo las vidas de sus vampiros protagonistas, Bill Compton y Eric Northman) y la serie al completo. El pacto con la eternidad de las presencias vampíricas esquiva los rigores de la muerte. True Blood se había caracterizado por ser la ficción serial más entregada a la tensión del cliff-hanger y a los arranques de capítulo in media res, retomando una escena en su clímax, de manera que la muerte del capítulo nunca era el verdadero final. En su última temporada, han modificado esta práctica. Muchos episodios empezaban en otra ciudad y con otros personajes, a la manera de Breaking Bad, recuperando personajes que creíamos desaparecidos para siempre de Bon Temps. La muerte empezó en la serie obedeciendo a dos categorías: la humana y la vampírica, a la que los propios vampiros se refieren como “la muerte final”. Luego entraron en juego otras figuras mitológicas y otras eternidades, como los espíritus invocados por la brujería o la vida eterna del mundo feérico, el de las hadas, al que descubrimos que pertenecía Sookie al mismo tiempo que ella. Su muerte tampoco es el final.
3. El título de este post, en verdad, podría ser el axioma que define el trabajo televisivo de Alan Ball, creador de True Blood y, anteriormente, de A dos metros bajo tierra, serie fundamental en los primeros pasos de la teleficción del siglo XXI. De algún modo, que “la muerte no es el final” no solo recoge el espíritu entero de la mitología de Bon Temps –que empezó como un relato de vampiros, creció hacia una especie de antología de la mitología fantástica y en su final ha regresado al origen vampírico y a su metáfora más resonante: la infección del virus del SIDA–, sino que conjura la obsesión de Ball y sus discursos sobre la mortalidad. A dos metros bajo tierra, de algún modo, cuestionaba el axioma de la “falsa muerte” como un imperativo de las series. Recordamos que la familia Fischer tenía una empresa funeraria, y que era la muerte del padre y el regreso del hijo pródigo, Natan, lo que prendía la mecha del relato. Cada capítulo se inauguraba sistemáticamente con el fallecimiento de un desconocido, el cliente del día (del episodio) al que iban a dar sepelio Fischer & Sons, quienes rodeados de restos humanos recibían visitas fantasmales que les recordaban continuamente su propia mortalidad. El genial desenlace de la serie, los seis minutos finales de la quinta temporada, desactivaban cualquier posibilidad de continuación: un epílogo musical nos revelaba el futuro de los Fischer, y no quedaba claro si era un flash-forward en el que todos los protagonistas fallecían uno tras otro, o si todo respondía a las proyecciones mentales y los fantasmas de Claire. En todo caso, en tres minutos, Bell enterraba a los protagonistas con lo que habíamos convivido durante cinco años. Desgarrador y lacrimógeno. La muerte que siempre había sido el principio encontraba su lógica perfecta. Entonces sí, la muerte era el final.
4. El título de este post, aunque era difícil imaginarlo, encierra varias de las claves narrativas que definen la teleficción del siglo XXI. Se antoja como un perfecto dogma narrativo del universo dramático de tantas series, en las que, como sabemos, la muerte de un personaje no significa necesariamente un final definitivo, es decir, que el personaje desaparezca para siempre de la ficción. Probablemente volverá de otros modos, especialmente si es una serie de ciencia-ficción: bien mediante la resurrección, la vampirización y otros mecanismos sobrenaturales, los viajes en el tiempo, las narraciones en flashback, el sueño de algún otro personaje, como figura espectral o hasta en la piel de otra criatura que se ofrece como dopplegänger. Las series no mueren, apenas se interrumpen o permanecen en hibernación. No hay nada, por atroz o definitivo que parezca, que no pueda retomarse. La gran cuestión a la que dan respuesta los creadores, guionistas y espectadores es simple: ¿cómo continuar y posponer el final definitivo? La muerte no significa nada en la ficción televisiva. Es solo un fundido a negro. Como mucho un daño colateral, un sacrificio necesario para una nueva resurrección. En la teleficción, qué duda cabe, la muerte no es el final.
5. El título de este post es también el de una canción de Bob Dylan, que escuchamos sobre el plano final del episodio 7.4, mientras Sookie y Arlene permanecen abrazadas. El tema pertenece a su álbum Down in the Groove (1988), un disco absurdamente corto, de los menos conocidos y escuchados de la discografía del cantante, con apenas tres canciones originales de Dylan, entre ellas Death is Not the End. No en vano, el álbum pertenece a su década más oscura y desprestigiada, y todo el disco parece concentrar una reflexión sobre la alienación, el envejecimiento y la muerte. El tema lo versionó años después Nick Cave: “Cuando estés triste y solo / y no tengas amigos alrededor/ solo recuerda que la muerte no es el final”.