La naturaleza de ciertos actores puede salvar cualquier película inane. St Vincent lo es, pero recordaremos por mucho tiempo la interpretación de Bill Murray en la piel del adiposo, misántropo, borracho, ludópata y gruñón Vincent, convertido por accidente en niñero del hijo de su vecina. El guion responde a fórmulas infrautilizadas: la historia feel good de una relación improbable que transforma a un monstruo en un santo moderno. Theodore Melfi, su director, entrega el último relato bienintencionado y sin complejos de noñería en llegarnos de Hollywood, pero tiene la suerte de contar con un actor cuya sola presencia conquista los sentimientos que el guion no logra articular.
Si de otro actor se tratara, no hablaríamos de esta película, no se hubiera convertido en uno de esos pequeños fenómenos cinematográficos que viajan por el mundo convocando entusiasmos, ni tampoco tendría un 7,4 de puntuación en el imdb (perdonen la frivolidad, pero el dato tiene su relevancia: más de 70.000 espectadores-votantes). El recorrido emocional (que puede hasta ser emotivo) de la película consiste en que queramos al despreciable Vincent a pesar de su despreciabilidad. Y claro, a Bill Murray es fácil quererle. Porque el gesto hastiado, el brillo cómico de la mirada, la melancolía incorporada y la inteligencia de quien está de vuelta de todo ya están ahí, en cualquiera de sus personajes, vienen de serie. En cada aparición de Vincent, aunque no lo quiera (y esto lo sabe Murray como lo saben los productores de la película y lo sentimos los espectadores), se nos aparece el fantasma de Phil (Atrapado en el tiempo), de Herman Blume (Academia Rushmore), de Bob Harris (Lost in Translation) y de Don Johnston (Flores rotas), por mencionar algunos de sus inmortales espectros.
En todo caso, su presencia está bien flanqueada por la cómica Melissa McCarthy y por los esfuerzos de Naomi Watts para hacernos creer que es una prostituta rusa. En todo caso, la película no es deshonesta, asume su previsibilidad con transparencia y buen espíritu, y además se toma a sí mismo con el grado de seriedad (o comicidad) que merece, aunque las dosis de ironía las tenga que aportar el respetable. Y en todo caso, sobre todo, comprendemos que al final, sobre todo al final, el viaje ha merecido la pena. La última secuencia (que puede verse arriba) es como un hiato de genialidad: Bill Murray canta Shelter From the Storm de Bob Dylan y Melfi tiene la consideración de no cortar el plano, apelar a la simplicidad de la puesta en escena y regalarnos así el genio puro de un actor plenamente libre, plenamente inspirado, destilando la esencia de su personaje. Murray es nuestro refugio contra la tormenta.