Antes de terminar La Oculta (Alfaguara) Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) atravesó la peor crisis creativa de su vida. "Espantosa", dice. "La pájara, como le dicen ustedes, o La Pálida, como le decimos en Colombia". Había terminado una novela titulada Antepasados futuros. "Era malísima y se fue al cajón". Escribió una parte de La Oculta, pero tampoco funcionaba. Y la abandonó. Rosa Montero le propuso escribir un libro a cuatro manos, pero el proyecto no salió. Empezó otra novela y el resultado fue el mismo. Entretanto publicó un libro de poesía ("de poemas que tenía esparcidos por las libretas, más bien", y añade que lo hizo "por pura desesperación"). Entonces anunció que dejaba la literatura. Javier Cercas lo regañó en público, sus amigos se le echaron encima. Su editora, Pilar Reyes, "mujer de una paciencia infinita", lo animó para que siguiera. Y llegó el consejo definitivo de Mario Vargas Llosa, "tan sencillo -dice Faciolince- como importante": Si algo no te gusta, toca trabajar más.
El resultado es la novela que ahora presenta, en cuyo frontispicio se lee una cita del Levítico: "Pero sus campos nunca se vendan, por ser herencia sempiterna". La Oculta es una finca que está en plena selva antioqueña. Los Ángel la levantaron y por ella han pasado varias generaciones de la familia. Y ha pasado la violencia: secuestros, ataques de los narcos y los paramilitares, muertes, nacimientos, bodas y divorcios. Se lee en un punto: "Nosotros ya no éramos campesinos, como el abuelito, pero conservábamos el último trozo de su tierra, para honrar su memoria, tal vez, aunque más bien para tener la dicha de ver amanecer allá, de sentir lo que se siente -es una cosa honda y antigua- al estar encima de un sitio que se sabe propio, y del que nadie te puede sacar".
Porque nada pudo con la finca de la familia, que opera aquí como un símbolo de resistencia a décadas de Violencia indiscriminada. Los narradores, Pilar, Eva y Antonio, tres hermanos de trayectorias bien distintas (una, la mujer tradicional y felizmente casada; la otra, inestable en lo emocional, inteligente e independiente; y el último, un violinista gay que vive en Nueva York con su pareja), mantienen un vínculo fortísimo con la casa, heredado del que tuvo el padre, que llegó a anteponer la tierra (su tierra) a la vida de un miembro de la familia. "Los antioqueños estamos terriblemente apegados a la tierra", dice el autor de El olvido que seremos. "Somos viejos colombianos, pero provenimos de vascos, andaluces, castellanos o judíos conversos que se mezclaron luego con negros e indios y fueron allá, a Antioquia, a buscar una nueva tierra y una vida mejor".
Abad Faciolince dice que ese apego puede ser "terrible", que los antioqueños "quedan condenados a volver, como palomas mensajeras, a este maldito lugar". El escritor tiene en la misma zona una finca llamada La Inés, pero la de la novela, aclara, es mezcla de varias. De hecho asegura que su relación con la tierra no es en absoluto tormentosa. Si acaso lo fue cuando estaba lejos. En Italia (tiene dos hijos que son italianos), en España o en Alemania, país este último donde acabó de escribir el libro. "Todo el mundo en Antioquia, también el narco, el industrial, el comerciante, yo mismo cuando conseguí algo de plata con la literatura, lo primero que hace es comprarse una finca. ¿Por qué? ¡No lo sé! Es una especie de locura".
Encuentra que la situación política en su país, adonde regresó para quedarse en 1993, "está menos mal que nunca". Colombia es uno de los pocos países del mundo donde una guerra se acaba, "la última guerra irregular del continente americano". Eso, afirma el escritor, hace que el país esté animado, alegre. Él lo contrapone a Europa, donde él percibe una "especie de tristeza". Pese a la prosperidad, pese a la belleza y la tradición cultural. "Mis hijos, que viven en Italia, notan ese desánimo, esa desesperanza que se ha instalado en los jóvenes europeos. Da la sensación de que está todo hecho. Europa ha llegado muy lejos, y esto es muy bueno, pero parece que no saben muy bien qué hacer con todo esto tan maravilloso que se ha creado en este continente, que sigue siendo, con todos los horrores vividos, lo menos malo que hay en el mundo".
Y en Colombia, dice, toca ahora gestionar el fin de los enfrentamientos armados: el asunto de los muertos, y la memoria, para lo que Abad Faciolince pide dejar a un lado el rencor. "Estoy de acuerdo con una cierta dosis de olvido, porque de otro modo los conflictos se enquistan y pueden quedarse ahí durante siglos", afirma. "El rencor es una enfermedad mental".
Los colonos de Jericó
Buena parte de La Oculta, la parte narrada por Antonio, está dedicada a una historia con tintes bíblicos, la de la fundación del pueblo de Jericó, en plena selva, en el siglo XIX, y a su posterior colonización. Pero Abad idealiza la historia, al menos en un sentido, porque así le hubiera gustado que fuera: "La historia real fue racista. Los colonos tenían que ser buenos católicos, obligaban a los judíos a convertirse y también tenían que ser blancos, pero esto último no lo digo en la novela". ¿Por qué? El escritor se ríe: "¡Pues porque me parece un asco! Y porque me gusta que la novela, sin ser didáctica, transmita algún ideal apetecible".
Héctor Abad Faciolince narra el origen, la fundación, el momento en que se colocó la primera piedra de su comunidad. "Quizá esto lo tenemos más fácil lo escritores latinoamericanos porque lo tenemos más cerca y se lo hemos oído contar a nuestros abuelos, algo que no ocurre en Europa". La llegada de los colonos, los nombres y las costumbres remiten a las Sagradas Escrituras. "Yo, que no soy creyente, no encuentro en los Evangelios nada que contradiga mis actuales códigos; es decir, soy un no creyente practicante, irremediablemente cristiano pues nací en ese mar y de él me he nutrido siempre".