Dibuja Petros Márkaris, en esta suerte de, dicen, epílogo a su Trilogía de la Crisis (la que forman Con el agua al cuello, Liquidación final y Pan, educación y libertad), una Grecia que empieza a recuperar el aliento, una Grecia en la que las enormes familias hechas con pedazos de otras familias (aquellas que se han visto obligadas a vivir bajo un mismo techo por falta de presupuesto) vuelven a atomizarse (y se asiste al fenómeno de la reindependencia; algo que ocurre en casa del comisario Jaritos, el bonachón Jaritos), una Grecia en la que, aunque siga sin haber atascos, porque aún no todo el mundo puede permitirse volver a utilizar el coche, ya empiezan a llenarse depósitos (de gasolina), depósitos como el del Seat del propio Kostas que, con la excusa de ir a visitar a su hija al hospital (sí, Katerina está en el hospital, alguien le atacó con un puño americano a las puertas del juzgado, al parecer, alguien a quien no le parece nada bien que esté representando a inmigrantes) y no perder tiempo en el transporte público, de camino al trabajo, recupera. Su mujer accede a regañadientes, pero le pide que lo devuelva al garaje en cuanto Katerina se recupere. ¿Por qué? Porque, aunque empieza a verse la luz al final del túnel, aún no se ha recorrido por completo el túnel en cuestión, y nunca se sabe, dicha luz bien puede ser un espejismo. Pero todo apunta a que el nubarrón es historia, y Grecia, poco a poco, va recuperando el aliento.
Quizá por eso, aunque en la novela (la novena entrega del comisario Jaritos), se toque, tangencialmente, el tema de la crisis, ésta ya no es el motor de la trama, aunque Márkaris, fiel aún a su condición de escritor indignado, sigue arremetiendo contra Grecia. Lo hace inventando una nueva afición a Kostas, la de repasar el diccionario de Dimitrakos y detenerse a leer la definición de palabras como “burocracia”, “obstrucción”, “ineptitud”, palabras que, en Grecia, dice, forman parte del mismo campo semántico. Y todo esto lo hace mientras afuera, en las calles, Los Griegos de los Años Cincuenta reivindican un asesinato tras otro.
Asesinatos cometidos con un revólver de los años 50. Pero, ¿quiénes son Los Griegos de los Años Cincuenta? ¿Tipos de más de 70 años que se dedican a descerrajar tiros en la frente a profesores? No parece probable, pero no puede descartarse una organización paraestatal como las que han empezado a abundar a raíz de la crisis. “Hay un paraestado construyéndose en internet, completamente fuera de nuestro control”, apunta Jaritos. “Un estado paralelo que nace del esqueleto de la crisis para aterrorizar a quien no esté en su bando”, añade. Forma parte de él, en tanto que organización paraestatal con francamente demasiados adeptos, la temible (por xenófoba) Amanecer Dorado, el grupúsculo neofascista que podría ser responsable de la agresión a Katerina.
He aquí, pues, la razón por la que ésta podría considerarse una entrega epílogo a la Trilogía de la Crisis: reflexiona sobre la Grecia (el mundo) que nos ha dejado, sobre los restos del naufragio, restos entre los que abundan un puñado de futuros posibles que parten de épocas pretéritas, épocas que fueron mejores, a entender de aquellos que los apoyan, de aquellos que apoyan a esas organizaciones que pretenden ofrecer una alternativa al aún doloroso (y ruinoso) presente. Reflexión apresurada, eso sí, poco, en realidad, reflexiva, y con tan poco peso en su reciente producción como lo tendría, en efecto, un epílogo en una novela (en tres partes) que ha pretendido tomar el pulso al hundimiento social que desencadenó la crisis económica. Un peso poco más que (justamente) anecdótico.