El dragón negro y la termita
¿Pueden ponerse en relación series tan alejadas entre sí como Juego de tronos y Louie? Aparentemente no, pero si las dos series se toman la teleficción como un permanente desafío, merece al menos la pena intentarlo. Para despejar el camino, Carlos Reviriego echa mano de la formulación de “obra maestra” acuñada por el legendario crítico norteamericano Manny Farber. Todo ello con SPOILERS, claro.
Dos modelos de teleficción opuestos. Ambos de gran éxito porque ambos han sabido tomarle el pulso al hombre y el mundo contemporáneos. La creación individual de un cómico de Nueva York y la superproducción continental de un bestseller de fantástica dramática. Siento que hayan tenido que descifrar el título del post (que explico más adelante), pero yo mismo sigo tratando de descifrar por qué una serie me lleva a la otra y viceversa. Más allá de que sus quintas temporadas hayan terminado casi simultáneamente. Más allá, también, de que las haya visto (y disfrutado) casi al mismo tiempo. Pero sé que no es ese el único motivo. Creo que el título nos ayuda a entenderlo. Por lo menos a mí.
Es un lugar común de la crítica cinematográfica, pero sus significados se antojan tan resonantes como pertinentes. En su formulación de la “obra maestra” –ese término tan sobado por unos y otros, y que reaparece sin control cuando se habla de Juego de tronos y de Louie–, el crítico norteamericano Manny Farber distinguía en 1962 entre el “arte elefante blanco” y el “arte termita”. El primero se debe a la grandilocuencia, a la cultura del oropel, al diseño consciente de algo bigger than life que rinde pleitesía a la solemnidad. Juego de tronos es un ejemplo modélico de “elefante blanco”. O, con permiso de Farber, de arte “dragón negro”. Una cualidad especial del “arte termita”, siguiendo con el pensamiento de Farber, es que “siempre avanza devorando sus propios límites, no deja nada a su paso más que huellas de su actividad ansiosa, trabajosa y descuidada”. Es asombroso cómo la formulación farberiana –que pueden leer aquí– parecía escrita en los años sesenta explícitamente para Louie, el hombre smaller than life, y con orgullo.
El valor del descuido, el elogio de la imperfección (crucial para el cine contemporáneo) le pertenece a Louie, claro, que sigue sin agotar sus posibilidades aunque ya, en esta quinta entrega, ha dado algunos signos de replegarse sobre sus conquistas. Nos ha impresionado, como siempre, con algunos episodios que, al estilo Louis C. K., se atreven a lanzarse al abismo, “a fagocitar los límites inmediatos de su propio arte, y transformar esos límites en condiciones del siguiente logro” (Farber). La inteligencia y el instinto de Louie no tienen parangón en la televisión actual. Lo contrario, la solemnidad del espectáculo, el perfeccionismo tan obsesivo que desvela sus costuras (sus imperfecciones), es el de Juego de tronos, que no es que se repliegue sobre sus conquistas, es que busca (y encuentra) el modo de forzarlas hasta convertir el desafío en motivo nuclear del drama. La calidad solo se perpetúa con mayores exigencias de calidad.
Vi los ocho capítulos de Louie al menos dos veces, y dos de ellos concentran su energía en posturas casi opuestas –“Cop Story” y “Untitled”–, pues extremos son los tonos que explora la sitcom, ya despedazadas sus fronteras, navegando no solo en la libertad que FX le ha concedido siempre a la serie, sino la libertad que el propio Louis C. K. se permite, generosamente, a sí mismo. El cómico se quita la máscara del bufón y se coloca la careta trágica con una naturalidad que ya sobrepasa el asombro. Estamos determinados a no saber nunca dónde termina uno y empieza el otro, como tampoco podremos vaticinar nunca qué nos deparará no solo el siguiente episodio, sino la siguiente secuencia. En Juego de tronos, a pesar de los evidentes esfuerzos de los guionistas, es más fácil adelantarse a los acontecimientos. En Louie nunca sentimos que su creador deba forzar el contraste. El contraste es el tono. Detrás de cada destello hay un malestar.
El malestar que produce Juego de tronos es apenas lúdico. Lo cierto es que sus inviernos y oscuridades, su fantasía y su magia, sus dogmatismos (a todos los niveles) y sus placeres no se quedan con nosotros como los de Louie. Desaparecen tan pronto como el artificio lo hace de la pantalla. Como un truco de prestidigitación mil veces ejecutado. Como cuando Arya Stark arranca rostros a un cadáver hasta encontrarse con el suyo. El mecanismo visual es expresivo y conclusivo. ¿Y no es eso lo que hace Louis C. K. en su serie, especialmente esta temporada, en la que se maquilla como una mujer y se viste de soldado yanqui? Puede que el último, extrañísimo episodio (“The Road: Part 2”) nos hable precisamente de eso: de arrancar las máscaras de los otros hasta encontrarse con uno mismo. Y Louis C. K. no parece, al final, especialmente satisfecho. Esas son las tensiones de Louie –los desencantos y las perplejidades–, y además son permanentes. Las tensiones de Juego de tronos, que son muchas y por eso no podemos abandonarlas, en verdad no dejan secuelas.
Eso no impide que el calvario de Cersei sea una de las grandes piezas de televisión que hemos visto este año, por su audacia y eficacia, capaz de eclipsar el asesinato de un personaje de tanto peso como Jon Snow, broche a un capítulo final poderosísimo y a una temporada que ha hecho malabarismos con las estructuras dramáticas. Pero, qué quieren que les diga, me impacta más (o al menos su impacto es más misterioso) el calvario de Louie con el que arranca el segundo episodio (“A La Carte”). Jalonado por sus hijas, víctima de un apretón digestivo, trata de llegar a casa antes de que su irrefrenable esfínter le juegue una mala pasada. Se caga en los pantalones en mitad de la calle. Lo cierto es que la estudiada vergüenza de Cersei cruzando King’s Landing no puede competir, ni prosaica ni poéticamente, con la de Louie enmarronando sus pantalones en las calles de Nueva York. En ambos, eso sí, sentimos que la vergüenza del personaje pasa por avergonzar al actor que lo interpreta.
En “Cop Story” encuentra Louis C. K. otra llave a su humanismo. Nos hace comprender de nuevo por qué su arte para la teleficción no solo es revolucionario, también necesario. (Siempre cuesta utilizar esta palabra cuando hablamos de una expresión artística porque… ¿qué producto audiovisual puede ser realmente necesario?) Tan necesario en todo caso para el gris de los tiempos como lo fue, supongo, escuchar a Charlie Parker en los cincuenta. Louie nos vincula con la honestidad que escasea en la jungla depredadora, con la importancia de sentirse en paz con uno mismo en un planeta en guerra abierta con el ser humano. O viceversa. Louie no es moralista porque su moral, inequívoca tras cinco temporadas, es un sentimiento. Por eso quizá su serie es tan grande, por eso rueda episodios como “Cop Story”.
Todos los hombres nobles desaparecen de Poniente, la tierra de los hombres en guerra, en el albor del invierno que, aseguran, durará una eternidad. ¿Quién será el próximo? Apuesto a que una mujer gigantona. Glosando a Shakespeare sin complejos –Jon Snow como el César traicionado–, Juego de tronos sigue apelando en su ficticio universo de fantasía a las dinámicas de la ambición y el poder que rigen nuestro mundo. En esta temporada hacen aparición los estragos de la ceguera ante líderes farsantes y del fundamentalismo religioso, de los guardianes de la moral, y un ejército de muertos suma espíritus a su causa en su batalla contra los vivos. Hay cierta radiografía geopolítica y social en todo ello. El octavo episodio de la temporada, prodigioso a su manera, es un ejemplo de cómo la serie sigue siendo el “elefante blanco” de la HBO. Hay que ser impecables o no ser nada en absoluto. ¿Será ese tipo de consignas las que lancen Benioff y Weiss a diestro y siniestro?
Nueva York aglutina todas las angustias del hombre contemporáneo. Louie, el personaje termita, las ha visitado casi todas. El primer bloque de la quinta temporada arranca como si fuera una antología de las dos primeras. Louis C. K. parece empeñado en recordarnos de dónde viene –y comprenderemos finalmente por qué– pero sin olvidarnos hasta dónde ha llegado. Recupera los monólogos stand-up y también la sintonía de entrada –más corta, y no siempre terminando en el Comedy Cellar–, los encuentros disparatados con mujeres disparatadas –esta vez se supera a sí mismo con una mujer embarazada–, la continuación del amor platónico con Pamela –que pone unas condiciones muy liberales a su relación–, la dimensión escatológica y lynchiana, y por supuesto la vertiente autorreflexiva sobre el propio oficio del cómico y los límites del humor. Y al llegar a Untitled, ecuador de la temporada, literalmente nos golpea la cabeza. El episodio es de hecho un mind game, un juego mental. Quizá el más elaborado que haya escrito el cómico en toda la serie.
Si la espectacularidad de Juego de tronos es cautiva de su ingeniería dramática –hay mucho de bricolaje narrativo que obedece a fórmulas clásicas en las estructuras de los capítulos–, pero también de sus promesas semanales, generando el perpetuo efecto de suspensión que sabemos que finalizará en catarsis, la humildad de Louie se permite mandar a paseo toda construcción y constricción narrativa, se permite mandar a paseo cualquier tipo de promesa. Su pacto con el espectador es de otra naturaleza. Más franca. Su ambición no es menor, es de hecho mayor porque no hay una red tan mullida como los libros de George R. R. Martin para amortiguar el salto. Untitled se lanza a un vacío sin red. Louis C. K. actúa como un espeleólogo que se precipita en mil abismos (la estructura de muñecas rusas de una pesadilla que contiene otra pesadilla) para extraer un diamante de la oscuridad del fondo. Esa mujer, esa pecera. Qué grande es Louie.
La serie de los Stark y los Lannister busca denodada y desesperadamente ese nuevo estadio de asombro traumático y espectacularidad que supere cualquier expectativa (a veces lo logra, de hecho), mientras que Louie no necesita diseñar grandes rupturas de tono porque el espectador ya asume que los traumas cotidianos y la abolición de expectativas de la propia vida forma parte de la propuesta. Cruza las fronteras (del formato, de la puesta en escena, del guion) sin aparente esfuerzo, como una invisible termita que poco a poco, y sin darnos cuenta, devora los cimientos de la casa. Su devenir es el de la propia vida. El devenir de Juego de tronos es el de una alambicada ficción presa de su mitología traumática. Pensemos en la grotesca violación de Ramsay a Sansa en su noche de boda (5.6 “Unbowed, Unbent, Unbroken”), y confrontémoslo con el coito-alumbramiento de Louie cuando fornica con la madre de alquiler y ésta se pone de parto (5.1 “Pot Luck”). Dos formas opuestas de apelar a lo grotesco. La oscuridad y la luz. De espaldas y de frente.
El arte (y el alcance) de Juego de tronos opera en un estado de metástasis granítica. Sospecho que, como Jorah Mormont, se convertirá poco a poco en piedra. Algo en común tiene con Louie en todo caso, algo que resuena en su grandeza: se preocupa por no alejarse demasiado de sus raíces dramatúrgicas. En Juego de tronos es la tragedia griega, claro, la colisión de hombres y dioses, y Shakespeare y las eternas conspiraciones de palacio. Al fin y al cabo, es de las lecciones de la historia dramática de donde extrae la energía que mueve todo el universo y la mitología que ha creado para sí. Louie, después de infinitas digresiones y saltos al abismo, de hacer contorsiones con el humor hasta borrarle la identidad y la apariencia, nos lo recuerda en el capítulo final. Un episodio en el que también muere violenta e inesperadamente un personaje, casi como una cita al “momento shock” que corre por el organismo de Juego de tronos. Ha sido ese personaje, precisamente, quien le ha recordado a Louie por qué empezó en esto y por qué debe continuar en esto. Muy sencillo. Un chiste de pedos nunca falla. Puro arte termita.