Detalles de tres de sus Mujeres en el jardín, 1890-1891. Foto: © Pierre Bonnnard, VEGAP, Madrid, 2015
Antes se decía eso de "se la comía con los ojos", refiriéndose a las miradas lascivas que alguien dirigía a otro alguien que le resultaba apetitoso. A mí me pasa lo mismo ante los cuadros de Bonnard. Ante algunos en especial, como Desnudo en un interior (1935). Cuánto me gustaría tener un órgano nuevo. Uno que combinara la vista con el gusto. Un mirar con paladar. Porque estos cuadros son un festín para la vista. Sus amarillos son de polo de limón, sus verdes, de fresca ensalada, sus azules son un litro de cielo veraniego. Pero lo que les convierte en verdaderamente deliciosos es, más que los colores en sí, las combinaciones. Combinaciones por cierto, fractales. Porque las hay en los planos de color y las hay dentro de cada uno de esos planos. En cada centímetro cuadrado se amasan dos, tres o cuadro colores diferentes. Picasso decía que los cuadros de Bonnard eran un "popurri de indecisiones". Lo decía como una acusación. Nada más opuesto a la tosquedad cromática del malagueño, que tiene en el uso del color el costado más débil de su genio. Pero volvamos a Pierre Bonnard (1867-1947). A caballo entre el Impresionismo y el Simbolismo, es el paradigma de una revolución que estaba liquidando jovialmente lo que habían sido los fundamentos de la pintura. Y digo jovialmente porque los artistas como él no redactaron manifiestos pidiendo que se quemaran las bibliotecas (como los futuristas) ni pintaron sobre las obras maestras del pasado (como los dadaístas). Sin embargo arrinconaron definitivamente el dibujo, el claroscuro, el color realista y la ilusión espacial. Nuestro pintor nació en una familia acomodada (su padre era el equivalente a un actual ministro de Defensa) y aunque estudió derecho no encontró obstáculos para formarse como artista en la Escuela de Bellas Artes de París y en la Academia Julian. Hizo anuncios, ilustró con sus litografías, y ha pasado a la historia como uno de los miembros más destacados del grupo de los Nabis, que junto con los Fauves, posteriores y liderados por Matisse, fueron la punta de lanza de la vanguardia en el cambio de siglo. Hacia 1888, Bonnard y algunos de sus colegas de la Julian, se reunieron en torno a Paul Sérusier, autor de un cuadro pintado al dictado estético de Gauguin, El talismán, que sintetizaba apretadamente las innovaciones que mencioné más arriba. Estos artistas eran, entre otros, Félix Vallotton, Maurice Denis, Édouard Vuillard, el escultor Aristide Maillol y un escritor que era también pintor, Paul Ranson, que cedió su casa para las reuniones. Desde ese lugar, al que llamaban El Templo, y amparados en una publicación, La Ruevue Blanche, divulgaron un modo de entender la pintura como un medio de ir más allá de lo visible, de expresar verdades interiores. O cósmicas, pero en todo caso, diferentes de la literalidad óptica del impresionismo precedente. De ahí el nombre, Nabis, que deriva de la palabra que en hebreo significa Profeta. Un factor determinante de esta deriva fue Oriente, en su estética y en sus doctrinas.Marthe de pie al lado de una silla, 1900-1901. Foto: © Pierre Bonnnard, VEGAP, Madrid, 2015