El Cultural

El affaire del taquillazo

1 diciembre, 2015 09:33

En el país del linchamiento se han ensañado con unos y silenciado a otros. Si los informes del ICAA han llegado a manos de El País para en apariencia certificar lo que ya se conocía desde hace mucho tiempo, es porque por otros motivos interesa que salgan determinados nombres y no otros. Interesa además que salgan ahora, antes de las elecciones. El asunto de los taquillazos está subiudice, y algunos de los crucificados incluso han sido ya absueltos por la Justicia, así que no seré yo quien me dedique aquí a enjuiciar lo que debe dirimirse en los juzgados. Busquen la purga selectiva en los papeles de la prensa, porque el informe al completo, el que está en disposiciones judiciales y por eso el ICAA no divulga, no lo encontrarán en ningún sitio.

Evidentemente, nadie puede negar la relevancia de los investigados: un expresidente de la Academia (Enrique González-Macho), el propietario de los derechos del grueso del patrimonio cinematográfico español (Enrique Cerezo), uno de los cineastas oscarizados de nuestro país (José Luis Garci) y también productores históricos (José Frade, Gerardo Herrero), a quienes ya han tildado de la “vieja escuela”. Son 38 de 74 las películas investigadas de 2012 sobre las que se cierne la sospecha, y ya se ha requerido la devolución a 32 películas realizadas entre 2013 y 2015. Si como sostiene el ICAA no hay que “ensombrecer la imagen de todo un sector”, quizá podrían empezar por revelar de qué películas (y productoras) hablamos para confirmar que se trata solo de “casos puntuales”.

En todo caso, bien está que, por fin, demasiado tarde, se emprendan las acciones oportunas para que los defraudadores se enfrenten a la justicia. Aunque la investigación no puede afectar a delitos prescritos, bien es cierto que el fraude de las taquillas –o el falseo de datos– viene siendo un secreto a voces desde que se aprobaron las dichosas ayudas a la amortización en el Gobierno de Aznar, que premia los resultados en taquilla de las películas, es decir, su espíritu comercial. En la propia ley anida la trampa, y mientras la subvención por amortización (a posteriori) pueda alcanzar los 1,5 millones si la película cumple una serie de requisitos y es vista por un mínimo de 60.000 espectadores (30.000 en películas en catalán, gallego o euskera), al productor le interesa gastarse un dinero en “recaudación ficticia” para efectivamente, acabar amortizando y/o rentabilizando su inversión. Lo de que es “práctica habitual” tiene que demostrarse, si bien no habrá un solo profesional de la industria al que todo esto le suene a chino.

Cualquiera que en algún momento haya investigado algo el asunto –como ha debido de hacerlo cualquier periodista del gremio, entre los que me incluyo–, se habrá encontrado con testimonios directos de trabajadores de cines –quizá alguno de los mismos trabajadores que con sus denuncias han propiciado la elaboración del informe del ICAA– y profesionales de la industria que aseguran haber sido testigos de cómo una película computaba muchos más espectadores de los que en realidad había en la sala. Bastaba con echar un vistazo a los resultados de taquilla actualizados en la web del ICAA para comprender que los números no casaban con la realidad. La raíz del asunto es que la “autocompra” de entradas tenía más que ver con una "irregularidad" administrativa que con un delito –el dinero se paga, las entradas se venden, el cómputo es correcto, aunque luego nadie haga uso de esas entradas–, por muy reprobable que fuera éticamente.

No faltaron en todo caso algunas medidas sancionadoras por parte del ICAA a empresas de exhibición como los Cines Luchana de Madrid o los Capitol de Barcelona, pero quedó claro que no sirvió como medida ejemplarizante. El tinglado es aún más complejo, porque a partir de un desfase del 20% entre la venta cuantificada y el número de espectadores realmente presentes ya existe un indicio de delito. Pero esto exigiría un sistema de control y fiscalización que ni el ICAA del Ministerio de Cultura, ni ninguna otra instancia estatal, puede garantizar, por falta de medios pero también por falta de voluntad. Digamos que el agujero en la ley mantenía contentos a casi todos: a los que se aprovechaban de ella para robar, a los que la utilizaban como estrategia "administrativa" para poder seguir haciendo películas y a las estadísticas de la Administración. Otros métodos fraudulentos quizá no más graves pero sí llevados a cabo con menos escrúpulos son la invención de sesiones matinales, proyecciones en festivales o salas alternativas, y directamente la falsificación de documentos notariales. ¿La punta del iceberg?

Pero no hay que perder de vista el fondo del asunto, porque la punta de ese iceberg puede estar revelándonos algo más trascendente. ¿El fraude se comete por codicia? Me atrevería a decir que en la mayor parte de los casos, no. No se trata de desprestigiar de nuevo el sector cinematográfico porque es lo que toca. Este tipo de práctica continuada y de forma impune solo es posible con la connivencia de productores, distribuidores, exhibidores y, si apuramos, las propias empresas homologadas para realizar el cómputo de las taquillas. Lo más perezoso y miope consiste en tildar a todo el sector de chorizos, cuando de esos ya sabemos que los hay en todos lados. Y deben pagar por ello. Pero sería lamentable que el affaire del taquillazo nos impida una llamada a la reflexión, a que se planteen las verdaderas causas que motivan esos comportamientos y, también, el hecho de que se emprendan acciones legales precisamente ahora.

Una cuestión inquietante es el timing. El escándalo salta cuando la ley pasará a mejor vida en 2016, cuando ya ha pasado el plazo para las alegaciones a una Orden Ministerial que modifica el sistema de ayudas al cine. Y, entre las novedades de esa reforma legislativa, se encuentra la desaparición precisamente de esas subvenciones que invitan al fraude, es decir, las subvenciones por amortización. En principio parece consecuente que desaparezcan esas ayudas, y lo celebremos, pues su espíritu va totalmente en contra de una Ley de Cine que debe velar, en primer lugar, por garantizar la diversidad cultural y la producción de todo tipo de proyectos cinematográficas, sean populares o no. Pero lo cierto es que el nuevo sistema que va a entrar en vigor con la modificación de la Ley de Cine incluye una serie de regulaciones encaminadas a reforzar el poder dominante de las televisiones en el cine español. Para hacerles la vida más fácil a ellas, y no a los productores independientes. Y es que ahora las televisiones podrán contabilizar sus producciones propias como parte de ese 5% obligatorio que tienen todas las cadenas privadas de invertir en cine español. Otro modo de quebrar el espíritu de una ley que existe para proteger a los más débiles, es decir, el cine más necesitado de protección.