Kurt Weil

Son viajes ideales, viajes soñados, pero esta vez desde la ficción. Porque viajar es también un placer cuando se hace desde las páginas de un libro, la imagen sugerente de un cuadro, una fotografía, desde la butaca de un cine. Y así, nos vamos al Nueva York de Paul Auster, al Sáhara de El paciente inglés, al Cape Cod de Edward Hopper...

Esta pequeña isla, casi en el fin del mundo, siempre estuvo allí. Nació con el primer hombre y con la primera mujer, empujada desde las profundidades marinas por el desencanto y el sueño, también entonces recién inaugurados.



Pero hasta 1935 su nombre, Youkali, no fue pronunciado. Se cayó desde los labios de una mujer rota. Una de esas criaturas ambulantes que entregaban el cuerpo craqueado por el fuego de la ausencia. Como la de Ojos verdes, como la de Love for sale, mujeres devoradas por la miseria de los hombres. Cuando en las últimas esquinas de la noche, Marie pronunció el nombre de la isla, allí se encontraban Kurt Weill y Roger Fernay para recogerlo. Weill estaba en París y tenía las manos cenicientas de ese primer exilio cuando compuso la música. Era 1934 y Hitler acababa de alcanzar el poder absoluto tras la noche de los cuchillos largos. Luego Weill se encaminó a otros muchos exilios porque el nazismo acabó por acribillar París también y así Europa entera. Fernay apenas tenía treinta años cuando escribió la letra. Era 1935 y ya se había promulgado la ley que privaba a los judíos alemanes de su condición de ciudadanos. Fernay acabó sus días en la burocracia imposible de los derechos de autor. Seguramente, entre los montones de formularios y legajos, silbó la canción que ahora nos lleva a Youkali. Quiero pensar que la letra que compuso evitó que él mismo perdiera para siempre la esperanza. Que Youkali fue un consuelo también para Fernay en el almanaque inmóvil de la oficina.



Porque cuando la vida aprieta, cuando necesitamos un refugio, suenan las notas del acordeón, suenan las notas del piano, y dejamos que nuestra barca vagabunda viaje a merced de las olas. El tango habanera nos acompaña en la zozobra. Y de repente, en lo más oscuro, cuando la tristeza parece ser el único horizonte, aparece la tierra de nuestros deseos, la pequeña isla que nos devuelve la esperanza, la isla en la que las promesas son respetadas, la isla a la que el amor regresa siempre. Al fin una compensación. Un poco de luz no usada. Lo que quedó dentro de la caja de Pandora.



Y la isla es pequeña, quizá demasiado pequeña, pero su nombre tiene algo de sortilegio: es necesario sonreír para pronunciarlo, es necesario casi cerrar los ojos para poder pronunciarlo. Youkali, Youkali, Youkali. Y, por supuesto, la isla es una locura, es un sueño. No existe tal Youkali. Pero tanto la necesitamos que no puede dejar de existir. Ahora más que nunca necesitamos viajar hasta la isla en la que el amor aún es posible.

Alberto Conejero (Jaén, 1978) inició su carrera como dramaturgo en el año 2000 con Húngaros, un texto al que asegura tener especial cariño. Defensor de los derechos LGTB, la homosexualidad está presente en su obra, destaca Clift (2010), con el que ganó el ganador del IV Certamen LAM 2010, o La piedra oscura (2014), que también obtuvo su reconocimiento a través del Premio Ceres al Mejor Autor. Gracias a esta obra también fue finalista del Premio Valle-Inclán organizado por El Cultural. Entre sus trabajos más recientes se encuentras las adaptaciones de La Odisea (Homero) y Rinconete y Cortadillo (1612), de Miguel de Cervantes, del que considera que "convirtió el fracaso en libertad".