El asesino amenazado (1927) de René Magritte
Son viajes ideales, viajes soñados, pero esta vez desde la ficción. Porque viajar es también un placer cuando se hace desde las páginas de un libro, la imagen sugerente de un cuadro, una fotografía, desde la butaca de un cine. Y así, nos vamos al Nueva York de Paul Auster, al Sáhara de El paciente inglés, al Cape Cod de Edward Hopper...
Mirar este cuadro es como asistir a una partida de cartas de pie, rodeando la mesa a nuestro antojo con una cerveza en la mano y escudriñando entre el rumor del bar los naipes de cada jugador: todas y cada una de las jugadas posibles están a nuestro alcance pero la partida será indescifrable. Tenemos al frío asesino dispuesto a escapar y detenido con altivez en un instante de deleite melómano (pero ¿quién es la víctima?, ¿cuál fue el móvil?, ¿adónde pretende escapar con su maleta?), tenemos a los perseguidores (¿movidos por la justicia?, ¿acaso por la venganza?, ¿o alguien creería que han venido a charlar?), y tenemos a los testigos (¿de verdad vieron algo?, ¿hace cuánto están ahí?, ¿serán trigo limpio?). Y allí me perdería, me pasaría el verano espiando a través de la mirilla esa estancia llena de interrogantes, llena de trampas, jugando a hacer predicciones infinitas. Esperando en vano y por eso con regocijo a que se apague la luz y caigan todos en las garras del tiempo y del relato.