Toda tradición contiene erratas que, dadas por ciertas,atraviesan épocas sin ser modificadas. La más conocida en Hojas de hierba es aquella mala traducción al español, “Canto a mí mismo”, en lugar del correcto “Canto de mí mismo”, error hoy definitivamente corregido por la, hasta la fecha, mejor traducción de ese libro (Galaxia Gutenberg), a cargo de Eduardo Moga. Viene al caso la anécdota pues, en efecto, lo que de exaltación del yo o egocentrismo pueda haber en Whitman queda embebido en su canto a un país en ciernes, colectividad que está fundándose a sí misma, epopeya de la primera democracia moderna y su fe en la absoluta libertad del individuo con independencia de su raza, sexo y clase social, aunque paradójicamente manada de un sentimiento colectivo mesiánico-nacionalista.
Pensémoslo así: cuando en 1842 Ralph Waldo Emerson dicta en Nueva York la conferencia que se haría famosa por declarar que estaba esperando la llegada del poeta-profeta del nuevo país, el hacedor que inspirado por el Alma Divina genere una poética americana y sólo americana, y cuando Whitman, que como es sabido asiste a esa conferencia, se siente impelido a ser él quien lleve a cabo la tarea de escribir tal épica, ¿sobre qué cimientos se asienta esa absoluta novedad poética para un país no menos nuevo? Sobre el azar, porque lo inédito sólo puede llegar desde el azar.
La gran aportación cultural estadounidense a la cultura popular del siglo XX, el cine, lo ilustra en incontables ejemplos. En la película Smoke, el personaje interpretado por Harvey Keitel regenta un estanco en Brooklyn. Aparece por la puerta un escritor de aspecto desaliñado (William Hurt), compra dos paquetes y se va. Inmediatamente el grupo de vecinos que se pasan el día en el estanco hablando de apuestas de caballos le preguntan al estanquero quién es ese tipo tan raro que acaba de irse, éste les aclara que es un gran escritor, en otro tiempo muy conocido, pero que ahora no levanta cabeza, no puede escribir una sola línea. Uno le pregunta: “¿Se le acabaron las ideas?” Y Keitel responde: “No. Se le acabó la suerte”. Un estanquero arquetípicamente europeo nunca hubiera dicho “se le acabó la suerte”, sino algo así como “se le acabó la inspiración”, pero el de Brooklyn da una respuesta 100% estadounidense: la suerte, que es tanto como decir ruletas y naipes, casinos, y azar, ese luckystrike tan sustancialmente norteamericano, tan de un país surgido de la extraña fusión de la exaltación de su paisaje rural y la fe en la tecnología punta, cultura que no se entiende sin su deslumbramiento por la maravilla, por lo que aparece súbitamente, lo que se funda desde la nada; precisamente lo que pedía Emerson y a lo que se aplicó Whitman. Porque lo absolutamente nuevo, sea un país, una máquina o un poema, no puede ser sino la resulta de esa ruleta, la mano de Dios que caprichosamente desde algún lugar te escoge y te dice, “tú eres el agraciado”. Dicho más específicamente: todo milagro fundacional, en tanto que repentino, por definición niega el tiempo. Por algo los Estados Unidos y su poética se asientan sobre la épica del espacio, no del tiempo.
Los presupuestos humanistas de Whitman, atravesados tanto por el canto a la hierba como a las locomotoras, no puede entenderse sin esa noción mesiánica de pueblo elegido
Si el romanticismo europeo tradicionalmente desconfiaba de la tecnología, su versión americana que -ayudado de Emerson, Thoreau y otros funda Whitman- la abraza como un rasgo de identidad, la integra en el su relato fundador, milagroso y colectivo. De la conquista de la Luna a Silicon Valley, pasando por sus celosas fronteras territoriales, los norteamericanos han asumido que el ruralismo no está reñido con las máquinas, y que de tal unión saldrá aquel ansiado nuevo ciudadano del que Hojas de hierba es su ajustado relato épico. No en vano, una de las filosofías más influyentes de la segunda mitad del siglo XX -aunque fundada a finales del siglo XIX-, el pragmatismo, es la expresión intelectualizada del genuino modo de pensamiento americano; no pueden pensarse a los grandes pragmáticos, Pierce, Dewey o Quinesin el precedente de ese “espíritu Whitman” que aúna en un mismo molde romanticismo y razón práctica. De este modo, los presupuestos humanistas de Whitman, atravesados tanto por el canto a la hierba como a las locomotoras, tampoco pueden entenderse sin esa noción mesiánica de pueblo elegido, mito que hoy, a veces transfigurado, regresa como antipático norteamericanismo radical.
La peripecia personal de Whitman también da pistas de cómo la cultura popular se ha apropiado y ha utilizado tales imaginarias fundaciones. Según sus biógrafos, el bardo americano no destaca en los estudios y rodará de trabajo en trabajo sin hallar el que le colme, especie de vagabundo que de pronto -de nuevo el golpe de suerte- es poseído por una iluminación que le convierte en Padre Fundador de la poesía americana. El vagabundo, el lego, mutado en visionario es aquí una versión más del antiintelectualismo nacionalista que se detecta como signo de identidad en ciertas clases populares estadounidenses, para las que todo cuanto cambia el mundo parece emerger de la mente de algún despistado encerrado en un garaje americano. Las ficciones de Spielberg en las que un niño fortuitamente une dos cables y construye el coche que viaja en el tiempo; las invenciones del PC y del ordenador Hew-lett Packard, ambas supuestamente salidas del cuarto de las herramientas, no por casualidad junto a los alicates y las segadoras de los workers que levantaron el país; la motocicleta Harley Davidson, vehículo paradigmático de la libertad y plasticidad del espacio americano, construida por tres amigos en el patio de su casa; o el Thoreau que se exilia en una cabaña y funda una relación místico-delirante con la naturaleza, relación que años después hábilmente explotará otro integrador de una totalidad, otro Walt cuyas ficciones hablan por boca de todos, incluso por boca de plantas y animales, Walt Disney. Tales individualismos de cabaña/negocio, unidos al profundo y religioso sentimiento de unión patriótica, se ven ejemplarizados en el texto de Emerson, La confianza en uno mismo: “No somos menores ni inválidos resguardados en un rincón, tampoco cobardes que huyen ante la revolución, sino guías, redentores y benefactores”.
De ahí que el romanticismo europeo esté presente en Whitman pero totalmente dado la vuelta; como si a la poesía de Wordsworth le hubiera sido eliminada la supuesta rémora de la vieja tradición europea, Kant y Schiller revisitados para crear un romanticismo sin nostalgia, ausencia sólo explicable desde el punto de vista de quien no se siente deudor de nada, quien no es Historia sino el mismísimo Origen. Si en Europa se ha practicado y se practica un esoterismo nacional-religioso (véanse los diferentes nacionalismos que hoy resurgen), en Estados Unidos eso muta en un esoterismo nacional-práctico (cuyo último y obvio ejemplo es Donald Trump). El pensamiento europeo no había podido resolver la separación entre el humano y el mundo. Lo que intenta Whitman en Hojas de hierba es la disolución de esa imposibilidad, el individuo y su mundo externo en un solo relámpago: el yo amalgamando en lo colectivo (americano), lo colectivo transformado en tecnología (americana), la tecnología hecha un paisaje tan natural como la naturaleza (americana) que esa misma tecnología está modificando, y esta naturaleza/tecnología (americana) hecha de nuevo individuo. Contradictorio bucle que aúna pensamiento democrático e ingenuidad netamente patriótica.
El Whitman de los otros
A pesar de la fría acogida de Hojas de hierba, Whitman recibió el apoyo de muchos de sus contemporáneos. Robert Louis Stevenson alabó que “Whitman, al dibujarse a sí mismo, acepta sin sonrojo las incoherencias y brutalidades que configuran al ser humano, a la vez que elogia el conjunto”. También Oscar Wilde se refirió a su personal visión del arte y reconoció que “en su mismo rechazo del arte, Walt Whitman es un artista”. Aunque el poeta también enfrentó críticas aceradas, como la de Henry James, que vio en la poesía whitmaniana “el esfuerzo de un espíritu prosaico para elevarse, mediante un prolongado esfuerzo muscular, a la poesía”.
Pero como poeta del futuro, la importancia de Whitman descansa en todos aquellos que bebieron de los revolucionarios versos de su obra. Neruda, Pessoa, León Felipe, Lorca, Hemingway, Juan Ramón, Jorge Guillén… y tantos otros que suscribirían lo que escribió en 1888 Rubén Darío: “Es hoy el primer poeta del mundo”. O, años más tarde, Ezra Pound: “Él es América”. También Jorge Luis Borges, para quien fue “durante muchos años el canon a través del cual juzgué toda poesía” o Gabriel García Márquez, que reconocía “al poderoso abuelo Whitman que sembró con su canto la semilla sinfónica de la civilización”.