Hay una tendencia casandriana en la ficción de McEwan. Sus dramas domésticos se desarrollan rutinariamente en un contexto de fatalidad amenazada que el New Yorker llamó "el arte de la inquietud". Por lo tanto, le sugerí una tarde, sólo era cuestión de tiempo que se acercara a los inminentes desafíos éticos de la Inteligencia Artificial. McEwan sonrió ante esta idea y explicó que había estado cautivado por la posibilidad de la conciencia creada por el hombre casi desde que podía recordar. Tiene 71 años, aún es ágil, delgado y prolífico, y se encuentra entre los pocos novelistas ingleses que todavía pueden aparecer en los titulares con comentarios erráticos sobre los temas del día. Hubo un tiempo en que parecía acercarse a ese papel de "hombre de letras" con una gravedad estudiada, pero hoy en día luce este manto más ligeramente.
El McEwan escritor tiene antenas nerviosas que escanean las noticias en busca de patrones. Al reflexionar sobre los temas de su nueva novela, menciona el accidente del Boeing 737 en Etiopía del pasado marzo, en el que el software del avión anuló los esfuerzos del piloto para mantenerlo en el aire.
Pregunta. ¿Fue una historia similar el germen de su novela?
Respuesta. No exclusivamente, claro, pero este es un suceso que se convertirá en una tónica insistente en todas las áreas de nuestras vidas. La gente todavía no es muy consciente de que cuando se sube a un avión está volando en un cerebro gigante. Y ese cerebro podría creer que el avión está cayendo, aunque desde el piloto hasta el último pasajero puedan ver que el avión sigue en vuelo. Estamos viviendo el proceso de traspasar la responsabilidad de la seguridad, pero también de las decisiones éticas, a las máquinas.
"Si una máquina ya no se diferencia de un humano, deberíamos empezar a pensar si tiene responsabilidades, derechos y todo lo demás"
P. ¿Por qué no entrar plenamente en la ciencia ficción para reflexionar sobre estos dilemas?
R. No me interesa explorar el futuro en términos de viajar a 10 veces la velocidad de la luz, sino que quiero desmenuzar los dilemas humanos de estar cerca de algo que sabes que es artificial pero que piensa como tú. Si una máquina parece ser humana o no se puede notar la diferencia, es mejor que empecemos a pensar si tiene responsabilidades, derechos y todo lo demás. Debemos enfrentar los desafíos de codificar lo que significa ser completamente humano.
La historia de Máquinas como yo es la mezcla familiar en McEwan de psicologías minuciosamente observadas y una trama con giros inesperados. El drama de su novela, un triángulo amoroso en el que uno de los tres tiene un interruptor de apagado, depende de la cuestión de si podemos enseñar a las máquinas a mentir. "¿Quién va a escribir el algoritmo para la mentira piadosa que evita los sonrojos de un amigo?", pregunta, "¿o la mentira capciosa que envía a prisión al violador que de otra manera quedaría libre?".
P. ¿Se podría decir que está abordando las preguntas de la IA desde el ángulo opuesto a Mary Shelley en Frankenstein?
R. En cierto sentido sí, porque en la novela de Shelley el monstruo es una metáfora de la ciencia fuera de control, pero lo que a mí me interesaba relatar aquí es nuestra propia pérdida de control, que es el hilo conductor de toda mi narrativa.
La acción de la novela no se desarrolla en un futuro virtual, sino en un fragmento reinventado del pasado personal de McEwan. Charlie, un vago alter ego del novelista y su compañero robot, Adán, viven en una casa en el sur de Londres a principios de la década de 1980, tal como hizo McEwan. La anomalía tecnológica de Adán se explica por el hecho de que Alan Turing, el científico que descifró el código Enigma, nunca se quitó la vida en 1954, sino que vivió hasta los 70 años para cumplir su sueño de crear el primer humano con un cerebro artificial.
P. ¿Qué le llevó a ambientar la novela en esa época?
R. No sabría exactamente por dónde empezar escribiendo una novela sobre nuestro polarizado momento actual, así que elegí aquellos años como una licencia para examinar una década cuyos dramas políticos se parecen mucho a los nuestros. Así, el libro hace referencia a la batalla por dentro del Partido Laborista y también se imagina las consecuencias de una guerra de las Malvinas que habría sido una derrota humillante. Lo mejor de tener una realidad alterada es que no puedes equivocarte. Aunque me temo que me he convertido en un creador de noticias falsas para casi cualquiera menor de 40.
"Con el Brexit me he dado cuenta de que vivo en una especie de burbuja, pues apenas tengo amigos o conocidos que estén a favor"
Cuanto más reinventaba McEwan esa época, más sentía que su historia se estaba reproduciendo como una farsa. “Cuando ocurrió lo de las Malvinas, estaba muy en contra de toda la campaña, y todos los que conocía, con la excepción de Christopher Hitchens, sentían lo mismo”, recuerda. “Sin embargo, cada encuesta que leí decía que el 80 o el 90 % estaba a favor de la invasión. Me di cuenta de que vivía en una enorme burbuja. Pero igual que ahora, que apenas tengo amigos o conocidos que estén a favor del Brexit”.
P. Se embarcó en su novela un par de meses después del referéndum europeo. ¿Cuánto se filtró en ella de la atmósfera general de malestar que sintió?
R. Si lo hizo fue desde el subconsciente. A veces, me levanto por la mañana preguntándome en qué me afecta todo esto y luego lo recuerdo. El Brexit me parece una tragedia nacional. La gran mentira de los Brexiters, su polvo mágico, fue persuadir al 37 % del electorado de que la UE, y no el Reino Unido, es responsable de la inmigración. Y tuvieron éxito. Nunca sé las cosas que estas personas aman de Inglaterra, sólo oigo lo que odian.
Mientras explica esto, recuerdo un par de perfiles de McEwan donde lo describen como el "novelista nacional" de Gran Bretaña. Realmente nunca había pensado en él de esa manera, pero parece cierto teniendo en cuenta su amplio conocimiento de las raíces
profundas de nuestras neurosis. La noche de bodas no consumada en Chesil Beach (2007), por ejemplo, capturó toda esa rareza larkinesca sobre el sexo que nunca fue expulsada del todo de las clases medias por la promiscua década de 1960.
McEwan nació de alguna manera para ese papel de psicólogo nacional. Su padre, el comandante David McEwan, era un suboficial recio y duro que bebía mucho, y él creció en Aldershot y en varias bases militares en los confines más remotos del imperio. La madre de McEwan había conocido a su padre en 1941. Su primer esposo, Ernest Wort, estaba sirviendo en las fuerzas extranjeras y en 1942 ella y David concibieron un hijo que fue dado en adopción. Después, Wort fue asesinado en combate en 1944, y los padres de McEwan se casaron. Los dos hijos del primer matrimonio de su madre, no deseados por su padre, fueron repartidos, uno fue enviado a vivir con su abuela paterna y el otro fue inscrito en un internado para huérfanos de soldados. Cuando McEwan nació, fue tratado como hijo único. Hasta 2002 no descubrió y conoció al hermano que había sido dado en adopción, un albañil llamado Dave Sharp.
"Descubrir que tenía un hermano que no conocía me hizo comprender por fin la tristeza que siempre se había cernido sobre mi madre"
P. ¿Esa turbulenta historia familiar le provoca un deseo mayor al de la media de dar un sentido al mundo? ¿Ve la relación de sus padres como el detonante de su ficción?
R. Pienso mucho en el matrimonio de mis padres. Descubrir que tenía un hermano que no conocía me hizo volver a examinarlo y entenderlo de manera diferente, especialmente a mi madre, la tristeza que creo que ya entonces se cernía sobre ella y que ahora empiezo a comprender.
P. Sus libros, desde Niños en el tiempo (1987) en adelante, están llenos de relaciones naufragadas y niños desaparecidos, ¿quizá confronta su historia personal de manera inconsciente?
R. No, creo que nunca me he acercado tanto, porque es un pensamiento bastante doloroso. De la misma forma en que una guerra destruye vidas privadas, siembra una confusión que no puede registrarse ni siquiera por quienes escribimos.
P. ¿Su padre leyó sus libros, qué le parecieron?
R. Sí, lo hizo, y estaba dividido entre el placer que parecía sentir al ver mi cara en los periódicos de vez en cuando y el horror absoluto por el contenido de mis novelas.
En esto, McEwan compartió un trasfondo común con esos amigos, todos nacidos en los cuatro años posteriores a la guerra, que más tarde se convirtieron, junto a él, en los principales adalides del Londres literario. Los padres de Julian Barnes nunca leyeron sus libros (“demasiado lenguaje popular”), mientras que Kingsley Amis nunca pasó de las primeras páginas de ninguna de las novelas de Martin. Christopher Hitchens llamaba a su padre, héroe naval en la guerra, simplemente “el comandante”.
P. ¿Cree que este grupo de escritores y figuras públicas habría logrado todo lo que tiene sin el apoyo mutuo?
R. Oh sí, creo que sí. La literatura nunca fue una clave. En aquel entonces nos sentábamos a charlar como lo hacemos ahora, y si hablábamos de literatura solo era para celebrar las cosas que nos gustaban. Sobre todo nos divertimos mucho.
"Con 71 años todo sigue como con 45. Los placeres de la conversación y el grado en que me deprimo por las noticias no se desvanecen"
Aunque sin duda había mucha energía competitiva entre ellos, cada uno tenía siempre suficiente éxito para hacer que la envidia fuera solo un juego de salón. El de McEwan es quizá el talento menos extravagante de ese círculo, pero ha resultado ser el más comercial y quizá el más duradero. Desde el enorme éxito de Expiación, con seis millones de ejemplares vendidos, varias de sus novelas se han llevado al cine. Dos se estrenaron el año pasado: Chesil Beach y La Ley del menor (2014), y actualmente está trabajando en la adaptación de Operación Dulce (2012), su historia de espionaje de los años 70.
P. ¿Sigue sentándose a su escritorio con la misma emoción que cuando empezaba?
R. Creo sinceramente que sigo en la brecha. Intento ponerme a escribir antes de las 10, no demasiado temprano, y todavía disfruto de esos días mágicos de escritura cuando olvidas que existes y sales a la superficie una hora más tarde con 400 palabras que no esperabas escribir. Nunca he aprendido a convocar esos momentos de inspiración, pero sentarse a escribir es, sin duda, la primera condición.
P. Entonces, ¿entrar en su séptima década, no le ha quitado el gusto por la vida?
R. Al revés. Cuando cumplí 18 años tenía el corazón roto. Mi madre me dijo una vez cuando tenía 20: "Sabes que daría lo que fuera por tener 45 años de nuevo". Obviamente me eché a reír, pero ahora lo entiendo. Jugué un buen partido de squash cuando tenía 45 años. Tenía la vida resuelta y disfrutaba. Ahora sigue siendo similar. Los placeres de la conversación o el grado en que me deprimo por las noticias diarias no se desvanecen. Por ejemplo, siempre me he tomado muy en serio la idea de las vacaciones y mis dos hijos mayores también la tienen, lo cual me encanta. A menudo vamos de vacaciones juntos, algo que nunca hice con mis padres.
P. ¿Cree que su generación entiende mejor a sus hijos que sus padres a la de ustedes?
R. No sé si mejor, pero no existe, como entonces, una barrera invisible. En la generación de mis padres, los hombres habían mirado de forma especial al abismo, así que después sólo querían cortar el césped o limpiar el coche. No tenían ningún problema con lo ordinario y no comprendían que para nosotros crecer con paz y prosperidad fuera motivo de rebelión. Sin embargo, en aquellos días el Parlamento estaba lleno de personas que habían servido en la guerra, por lo que eran útilmente reacias al riesgo. Desgraciadamente, hoy en día ya no tenemos políticos con ese carácter.
P. Volvemos así al tema original de los riesgos de la tecnología, ¿hasta qué punto es inadecuada e imprudente nuestra política actual para tratar con ellos?
R. Estamos al comienzo de la Inteligencia Artificial y suponiendo que la civilización
se mantenga unida, esto tendrá un efecto masivo en el empleo. Varias formas de nacionalismo ya están culpando a los inmigrantes de los cambios que son el resultado de la automatización… y esto es terrible. Sin embargo, hay una famosa regla sobre los futuros imaginados: las cosas nunca son tan malas como dicen los pesimistas y nunca tan buenas como esperan los optimistas.