Apenas podemos calificar como colectiva una exposición con solo tres artistas que no tienen demasiado en común más allá de la coincidencia generacional, la práctica de la pintura y el interés por el paisaje, que constituye la excusa para reunirlos. Sin embargo, esta confluencia en la galería Elba Benítez de obras de Marina Rheingantz (Araraquara, Brasil, 1983), Andreas Eriksson (Björsäter, Suecia, 1975) y Alejandro Campins (Manzanillo, Cuba, 1981) resulta relevante en cuanto nos invita a pensar sobre las transformaciones y la significación actual de un género pictórico que tanta trascendencia tuvo en el arte moderno. La Naturaleza está sin ninguna duda en la agenda artística internacional, pero menos por motivos estéticos relacionados con su representación que por candentes cuestiones que nos afectan de una manera muy directa, como individuos y como sociedad. Hay cada vez más artistas trabajando en estos temas pero diría que sus estrategias se basan preferentemente en la intervención en el territorio –también sutil: recorrido, huella, mapeo subjetivo–, en la utilización de materiales que toman de él, en la documentación creativa –fílmica o fotográfica– de procesos locales y globales, en vivencias transformadoras o incluso en planteamientos meta-artísticos. El paisaje en sentido más o menos tradicional es materia de la que se ha apropiado fundamentalmente la fotografía, incorporando o no miradas experimentales o críticas.
¿Y la pintura? Por supuesto, sobreabunda el paisaje convencional en el segmento del mercado artístico más conservador pero no tanto en las galerías punteras, los museos y los centros de arte. Y tengo la impresión de que, en este segundo segmento, el paisaje es más un “pretexto” que un “texto”. Pensemos en algunos de los más influyentes artistas que frecuentan desde la pintura el género, como Gerhard Richter, Vija Celmins, Peter Doig, Julie Mehretu, Luc Tuymans, Tacita Dean… ¿Es realmente la naturaleza el tema de sus cuadros? ¿No lo es quizá, ante todo, la propia representación pictórica? Algunos de ellos y, desde luego, estos a los que ahora nos acercamos, no representan lugares sino ideas de lugar, imaginaciones espaciales que, especialmente en Rheingantz y Eriksson, coquetean con la abstracción.
Los geógrafos que estudian el paisaje saben que no se puede separar el territorio de la experiencia que sus ocupantes tienen de él. Mucho menos en el arte. A pesar de que los paisajes están vinculados a áreas físicas, existen esencialmente en la mente de las personas y también en la manera en que esas personas expresan su percepción de acuerdo a sus experiencias y a conceptualizaciones históricas y culturales. Un paisaje es una manera de ver y entender el espacio que nos rodea. Estos tres artistas reflejan visiones particulares de lugares que han habitado, en carne y hueso o en proyección poética. Eriksson vive en Medelplana, a orillas del lago Vänern, pero en su pintura –su fotografía es otra cosa– no encontramos parajes reconocibles sino parcelas de color formando algo así como vectores de energía que trasladan atmósferas, claramente al estilo del danés Per Kirkeby. Colecciona herramientas pictóricas (pinceles, pigmentos, telas) y afirma, muy en la dirección que estoy señalando, que no se considera un pintor de paisaje sino un artista conceptual (¿?) cuyas obras no versan sobre la naturaleza sino sobre el color y sobre el lienzo. Rheingantz, nos dicen, rememora su tierra natal, la región de Araraquara, y lo creemos en un ejercicio de fe, porque aunque en series anteriores se veían elementos figurativos que hacían alusión a lugares en los que colisionan naturaleza e industria, lo que queda en estas obras recientes son grafías asimilables a las de la escritura y al mapa, en un ejercicio de estilización extrema.
El paisaje abre a la pintura un espacio para la ¿experimentación?, la elaboración estilística y la celebración de su potencialidad expresiva
Campins es, de los tres, el que muestra una mayor debilidad en su propuesta estilística, con un tipo de pintura más añejo, algo no inhabitual en Cuba, basado en texturas que en trabajos previos construían muros o edificaciones elementales –dedicó una serie a los búnkeres– en medio de la nada. La serie Bad Lands, a la que pertenecen las pinturas expuestas, es la más atractiva que ha producido hasta la fecha, aunque no se entiende bien el vínculo del artista con el Painted Desert de Arizona que parece representar, con una deuda sensible hacia la monumentalidad que le confirió Georgia O’Keeffe al enclave. Quizá se trate de asumir el reto de responder a un mito paisajístico.
En definitiva, el paisaje abre a la pintura un espacio para la ¿experimentación?, para la elaboración estilística, para la celebración de la potencialidad expresiva de la propia pintura. No es algo nuevo: se remonta por lo menos a finales del XIX y casi todo está ya hecho. De ahí los signos de interrogación. Tal vez habría que hablar más bien de “cocina” pictórica, de confección de “soportes-superficies” –recuerden aquel movimiento de origen francés– sobrevolados por lo natural como un vago sueño.