En los años 40 del pasado siglo se estrenó en Broadway uno de los musicales clásicos más emblemáticos, Annie Get Your Gun, y en los 50 hubo una adaptación hollywoodiense que se llamaba como su canción más célebre, There Is No Business Like Show Business, compuesta por Irving Berlin y desde entonces himno oficioso de Hollywood. La película, dirigida por Walter Lang en 1955 en España se tradujo, de manera elocuente, como El mundo de la fantasía. Ambientada en el universo del espectáculo, contaba los avatares de una familia de estrellas del vodevil cuyos cinco hijos pequeños forman parte del show hasta que los avatares de la vida los van separando. Icono del musical a la vieja usanza, la historia trata sobre las dificultades de un matrimonio para criar a sus retoños en un ambiente tan inseguro e inestable como el del show business, marcado por los constantes viajes y las exigencias del público.
Hirokazu Kore-eda (Tokio, 1962), el muy prestigioso director japonés que ganó en 2018 la Palma de Oro con Un asunto de familia, podría haber llamado a su última película, la primera rodada en Francia, como la canción de Irving, porque lo que vemos en La verdad es un retrato agridulce de la profesión, que tan bien conoce, a partir de los traumas de una guionista (Juliette Binoche) casada con un actor de medio pelo de Estados Unidos (Ethan Hawke) y dolida con una madre (Catherine Deneuve) que no tiene empacho en decir que prefiere haber sido buena actriz a haber sido buena madre. Residente en Nueva York, la hija se reúne con su famosísima progenitora en París con motivo del lanzamiento de sus memorias, tituladas nada menos que La verdad, a pesar de que el personaje de Binoche le echa en cara que omita algunos de los pasajes menos amables de su biografía a lo que la estrella responde que al fin y al cabo es su vida y tiene derecho a contarla como le da la gana.
Catherine Deneuve juega con su propia leyenda de mujer fría y ensimismada en esta película gozosa y simpática en la que, al contrario de lo que quizá alguno espera siendo la primera incursión de Kore-eda en el terreno del cine francés, muestra su vena más ligera y divertida. Cuenta el director que no se identifica con esa Deneuve tan obsesionada con su trabajo como para priorizarlo por encima de sus afectos pero que “la realidad es que para hacer esta película en Francia he tenido que pasar mucho tiempo separado de mi familia porque ellos seguían en Japón. El cine impone un ritmo de vida”. Un ritmo de vida que como veíamos en la película de Walter Lang está lleno de luz y de excitación pero que probablemente no es el ambiente más adecuado para criar a unos niños, que como sabemos son animales de costumbres que detestan el caos y anhelan en todo momento la estabilidad y seguridad emocional.
Es fácil suponer que Deneuve hace de Deneuve aunque ella misma se ha encargado de decir que no se parece en nada a su personaje porque tiene una relación “magnífica” con su hija. En cualquier caso, la historia del cine está llena de familias desgraciadas y ahí está ese lloroso Michael Douglas que en el juicio por tráfico de drogas de su hijo Cameron pidió clemencia al juez confesando que desatendió sus obligaciones paternales para entregarse de lleno a su carrera, entre cientos de ejemplos que podemos encontrar con rascar un poco en la crónica rosa de Hollywood y del mundo del cine en cualquier parte del mundo. En el caso de esta película, Deneuve resulta de una frivolidad casi hiriente y se comporta como la “clásica diva insoportable” que maltrata a su compañera más joven en una película que están rodando pero es también una artista seria y entregada su oficio que opina que al final lo más importante es la “opinión del público”.
Con un tono que oscila entre la comedia sarcástica y una ligera melancolía, Kore-eda vuelve a demostrar su legendario buen pulso para el drama familiar (ahí están otros hitos como Still Walking, de 2008, o De tal padre, tal hijo, de 2013) en una película en la que vuelve a abordar la cuestión del abandono infantil aunque de una manera mucho menos dramática que en aquella mítica Nadie sabe (2004), en la que unos pobres niños son descuidados en un apartamento por su madre. Con ánimo de “perdonar” a sus desdichados y perdidos personajes, el director adopta una mirada humanista frente a todas ellos para realizar una película sobre la dificultad de llegar a una “verdad” sobre un pasado que todos sus protagonistas vivieron de manera distinta en un homenaje a una profesión tan dura en lo emocional como, al fin y al cabo, hermosa.