La revolución mexicana y la llegada democrática de Álvaro Obregón a la presidencia (1920-24), trajo a México un movimiento que proponía construir una nueva identidad nacional mediante campañas educativas y culturales. El intelectual José Vasconcelos, secretario de Educación Pública, decide impulsar un programa de promoción artística apoyando el movimiento muralista de José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. Sus obras en edificios públicos eran vistas no sólo como la imagen de una nueva sociedad, sino como un proyecto revolucionario que explicaba a la ciudadanía la historia precolonial del país y los retos futuros. Estas campañas se convirtieron en referente para los Estados Unidos de la Gran Depresión y el New Deal de Franklin D. Roosevelt, y el crítico americano Henry McBride escribía entonces que la importancia del muralismo residía en ser un arte “para el pueblo, por el pueblo y sobre el pueblo”. Su acercamiento social parecía la respuesta adecuada en un momento en el que el arte contemporáneo podía cargarse de una agenda activista sin perder su potencia expresiva. Esta es la tesis de las comisarias Barbara Haskell, Marcela Guerrero y Sarah Humphreville en Vida americana.
Si hasta el momento la obra de Jackson Pollock, Howard Cook, Philip Guston, Paul Strand o Edward Weston se había analizado mediante el filtro de las vanguardias parisinas, la exposición del Whitney reubica este eje para centrarlo en México. Una conexión desestimada en su momento por críticos como Clement Greenberg y Harold Rosenberg, que veían a los expresionistas abstractos como continuadores de la tradición occidental, subrayando las cuestiones formales y la autonomía del arte frente a las tesis sociales. Y es que, tras la Segunda Guerra Mundial, el advenimiento de la Guerra Fría y la política de bloques, la narrativa de un arte estadounidense generado en un estado próximo a la Unión Soviética con artistas militando en el Partido Comunista parecía imposible.
La muestra pone al expresionismo abstracto en relación con México en vez de con las vanguardias parisinas
En este sentido es reveladora la sección dedicada al Taller Experimental de Siqueiros. Entre 1934 y 1936, Siqueiros viaja a Nueva York, donde establece una comunidad de artistas cerca de Union Square planteada como un laboratorio para explorar técnicas artísticas novedosas bajo un mismo leitmotiv: si la sociedad ha cambiado, la revolución se debe representar con nuevas estrategias visuales, desechando los acercamientos del pasado. Entre los participantes se hallaba Pollock y una de las técnicas investigadas fue el vertido de pintura en el lienzo, los denominados accidentes controlados, generando su famoso dripping.
La exposición, dividida en secciones que van desde los inicios del nacionalismo romántico hasta la construcción de una épica popular, acentúa la capacidad movilizadora del arte. La figura de Orozco sobresale en esta lectura. Fue el primero en llegar a Estados Unidos, en 1930, para desarrollar un mural en el Frary Dining Hall de la Pomona College de California, y aúna los procesos colaborativos y la pincelada visceral con la lucha social del trabajador, influyendo en autores como Jacob Lawrence, Charles White o Guston. Los intercambios pasan a notarse también en México, como es el caso del mural que Guston, Reuben Kadish y Jules Langsner desarrollan para el Museo Regional de Michoacán, La lucha contra la guerra y el fascismo (1934-35). Lo mismo puede decirse del encargo a Rivera de pintar en 1932 el lobby de entrada del Rockefeller Center de Nueva York. En este mural, Hombre en la encrucijada, Rivera plantea una dicotomía dividida entre la sociedad capitalista, autoindulgente y violenta sobre cuyas cabezas flota la bacteria de la sífilis y la utopía proletaria guiada por Lenin. Antes de la inauguración y al descubrir su contenido, Rockefeller decide destruir el mural, aunque Rivera lo rehízo para el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México y ahora puede verse una reproducción en el Whitney.
Uno de los aciertos de la exposición es incluir a multitud de artistas que trascienden la tríada Rivera-Orozco-Siqueiros, para entender un contexto artístico fruto del apoyo institucional, marcando a toda una generación más allá del muralismo: Miguel Covarrubias, Frida Kahlo, Mardonio Magaña, Lola Álvarez Bravo, Alfredo Ramos Martínez, Rufino Tamayo. A través de sus obras se generó una manera de entender el arte producido en México lejos de las narrativas coloniales y exotizantes. La historia indígena, la vegetación autóctona, las tradiciones orales, la diversidad de cuerpos, se veían por fin representadas en obras como Mis sobrinas (1940) de María Izquierdo.
Si bien la muestra se acompaña de una amplia presencia de otros autores y obras no ligados a Estados Unidos (de la película ¡Qué Viva México! de Sergei Eisenstein a las fotografías de Tina Modotti) que amplían las comunicaciones transnacionales del contexto, se echa de menos un mayor análisis en la formación de los propios muralistas mexicanos y los intercambios producidos con otras geografías, lejos del eje norteamericano. Al mismo tiempo, la imposibilidad física de exponer los murales originales (aquí solventado mediante reproducciones 1:1, registros fotográficos y vídeos) elimina parte de su poder original: la creación de un arte donde la base material es esencial (espacios públicos, edificios gubernamentales). En cualquier caso, Vida americana: los muralistas mexicanos rehacen el arte estadounidense, 1925-1945 llega en un momento oportuno, tras la demonización de México en los debates políticos estadounidenses actuales, al proponer una frontera porosa llena de intercambios, así como una respuesta activista a través del arte.